Finalmente ocurrió. Mi hermana se fue a acostar con unos dolores, en apariencia habituales. Pero resultaron ser dolores de parto. A las 4.30 de la madrugada fue internada, y finalmente, pasadas las 16 horas, luego de 6 epidurales, vómitos y dos desmayos, nació su bebé. Excepto que la familia no estallo de felicidad. Mi hermana escuchó su llanto, incluso se la pasaron, y falleció menos de dos minutos después de nacida.
Los médicos la reanimaron los 15 minutos reglamentarios, luego se la declaró oficialmente fallecida.
Esto ha sido una pesadilla que no se la recomiendo a nadie. De sólo pensar que esto pueda pasarme a mí y mi mujer me hace desvanecer las piernas. Lo genuinamente horroroso es que el dolor, tanto físico como sicológico, era completamente evitable. Los reproches vuelven: ¿Por qué no existen exámenes más robustos para determinar malformaciones como el Síndrome de Potter?
Y por sobre todo, ¿por qué no existe de una buena vez el aborto terapéutico, o eugenésico?
Lo único rescatable de todo es que a la bebé, llamada M., le hicieron un breve velorio y se realizó un pequeño funeral, al que sorpresivamente llegó muchísima gente, excepto yo. Según mi hermana —en post-natal en estos momentos— esto le sirvió como catarsis. Hasta el último segundo tuvo la esperanza, tan vana como improbable, que los médicos se habían equivocado y M. nacería sana, o al menos con posibilidades de vivir. Pero la conclusión —y un macabro alivio—es que mejor que partiera ahora en vez de someterla a una vida de hospitales y tratamientos, sólo exigidos por la demencia religiosa de unos pocos.
Ahora que se acerca un nuevo gobierno, espero la señora Michelle Bachelet tome cartas en el asunto y rectifique ese horror lacerante en nuestra legislación para que los médicos, los eticistas, los especialistas y los padres puedan tomar las decisiones que más les convengan. El oscurantismo religioso no puede imponerse de esta manera tan ruin.
Desde luego no puedo evitar reflexionar sobre estas desgracias que ponen la vida en perspectiva. El dolor de perder a un hijo es, como sabemos, el más terrible que puede experimentar un ser humano. Es parte del libreto de la vida el enterrar a los padres, no que los padres entierren a sus hijos. Nadie está preparado para aquello.
Probablemente, éste sea el motivo por el que las gentes crean dioses y esperan algún día reencontrarse con sus seres queridos, más aún si los que parten lo hicieron prematuramente. Esto es entendible. Una persona que ve morir a su hijo necesita una fuerza superior que la levante y que le ayude a sobrellevar el dolor. Y digo sobrellevarlo, jamás superarlo. Con un dolor así sólo se aprende a convivir con él, se le hace un espacio, se asume, se aprende a disimularlo, la gente hace tratos con ese dolor , lo deja en un lugar aparte mientras cada cual aprende a rehacer su vida. Pero siempre estará ahí, acechando.
No obstante, no es bueno confundir las cosas. Si alguien necesita creer en un dios porque le ayuda, eso es cuestión de cada cual. De ahí a asegurar que exista, eso es otra cosa.
Ya se va para los cielos, ese querido angelito...
La tierra lo está esperando con su corazón abierto
Por eso parece que el angelito está despierto...