domingo, 29 de octubre de 2006

La ilusión del Estado de Bienestar

Bachelet no confía en que las decisiones libres de las personas puedan dirigir el rumbo.


¿Por qué si el viejo Estado de Bienestar europeo fracasó una vez, esta vez sí podemos confiar en las nuevas recetas de sus ideólogos?

En un discurso reciente, la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, señaló que la marca histórica de su gobierno será "la consolidación de las bases de un sistema de protección social". De esta manera –señala– "estaremos re-encauzando el país en lo que fue su matriz histórica de construcción estatal".

El problema es que históricamente Chile fue un país pobre y con pocas perspectivas. Ese había sido el legado de la "construcción estatal" a la que la presidenta quiere devolvernos. Durante las últimas tres décadas, nuestro país optó por una estrategia diferente –entregar más libertad y responsabilidad a las propias personas– y casi por milagro Chile se convirtió en la estrella de la región y modelo para el mundo.

Pese a que nuestros resultados son destacados en cuanto índice se elabora, la presidenta señala que en la sociedad moderna habría un "aumento de inseguridades" que hace necesaria la construcción de un "nuevo modelo social", como el que discuten los "progresistas" en Europa. En primer lugar, la presidenta parte de un supuesto que es falso: las sociedades modernas no son más inseguras; las condiciones de vida son notoriamente mejores hoy que hace 25 ó 50 años. Aunque la idea de la mayor vulnerabilidad parece muy difundida, no pasa de ser un mito para justificar la mayor intromisión del Estado.

En segundo lugar, la receta de seguir al Estado de Bienestar europeo no parece la más acertada. La literatura sobre las dificultades que genera dicho modelo es abundante: crecientes déficit de financiamiento, ineficiencia del sector público, pérdida de competitividad frente a otras economías, etc.

Ante esa realidad –reconocida por la propia presidenta– se plantea que la propuesta del Gobierno es imitar "el nuevo modelo", no el viejo. La pregunta que surge es: ¿por qué si el viejo Estado de Bienestar europeo fracasó una vez, esta vez sí podemos confiar en las nuevas recetas de sus ideólogos? Tal como dijeran los propios arquitectos del Estado de Bienestar sueco, si el modelo no funcionaba en esos países (ricos, cultos y homogéneos), no lo haría en ninguna parte del mundo. Si no funcionó en Europa; ¿podrá funcionar en América Latina?

Por otra parte, además de las dificultades económicas, el Estado de Bienestar genera una serie de otros efectos, mucho más profundos: la responsabilidad es reemplazada por derechos, la autonomía cede paso a la dependencia; en vez de focalizar en los más pobres, la ayuda se reparte a diestra y siniestra; cunde el clientelismo político, etc.

Pese a todo, para la presidenta no es aceptable el actual Estado subsidiario, aquel que sólo interviene cuando la sociedad no está en condiciones de solucionar una necesidad. Prefiere un Estado activo, entrometido, que en vez de ir por detrás dando empujoncitos a quienes van más retrasados, pasa a la delantera, diciéndonos a todos a dónde debemos ir. No confía en que las decisiones libres de las personas puedan dirigir el rumbo.

En contraste a la propuesta presidencial, otra estrategia europea parece mucho más atractiva para saltar al primer mundo: seguir el ejemplo de Irlanda y Estonia. En pocos años, ambos países han mostrado avances significativos en su desarrollo económico y social, habiéndose convertido en los ejemplos más citados de recientes transformaciones exitosas.

La receta ha sido mayor libertad económica en todas sus formas: flexibilidad laboral, bajos niveles impositivos, facilidad para emprender negocios, etc. Como resultado, la economía de Irlanda creció un 80% en los años 90 y es el mayor exportador per cápita en el mundo. Estonia se ha convertido en el país tecnológicamente más avanzado de la Unión Europea y es la economía más competitiva de Europa del Este.

¿Qué será mejor para Chile y América Latina? No hay dónde perderse.


© AIPE

Ignacio Illanes G. es director del Programa Sociedad y Política del Instituto Libertad y Desarrollo, Chile.

viernes, 20 de octubre de 2006

América Latina: mercado y democracia. Historia y radiografía de un fracaso

Si no se entienden las razones por las que se crea o se destruye la riqueza, no es de extrañar que la región viva en medio de la miseria y el desasosiego político.



La prensa destacó la parte pintoresca. Los gestos histriónicos de Hugo Chávez y sus excesos verbales, las declaraciones de ese notable pensador llamado Diego Armando Maradona y los heroicos ataques a los McDonalds, imagen mítica del imperialismo yanqui, aunque, curiosamente, se trata de restaurantes populares y económicos, notables por sus altos estándares de higiene, preferidos por los jóvenes estudiantes y por personas de bajos ingresos.

Sin embargo, por debajo del sensacionalismo, la noticia más trascendente era ésta: a principios de noviembre de 2005, durante la reciente cumbre de Mar del Plata, se demostró, otra vez, que una parte sustancial de los latinoamericanos rechaza las libertades económicas y prefiere acogerse a un modelo de organización social en que el Estado, administrado por gobiernos populistas poco respetuosos de la legislación vigente, no necesariamente apegado a los métodos democráticos ni al respeto por los derechos individuales, asigne los bienes producidos y tenga una función rectora y proteccionista.

Aunque, como estableció el presidente Vicente Fox, es cierto que 29 naciones respaldaban al ALCA y sólo cinco se oponían, entre esas cinco estaban Brasil, Argentina y Venezuela, que totalizan unos 250 millones de habitantes -más de la mitad del censo latinoamericano- y, pese a la pobreza y las desigualdades que exhiben, poseen los más altos niveles de desarrollo económico y tecnológico de Sudamérica.

También es prudente señalar que los enemigos del mercado y del libre comercio -Hugo Chávez, Lula da Silva, Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez-, para rechazar el libre comercio, lejos de mostrar sus verdaderas preferencias ideológicas, se escudaron contradictoriamente en la existencia de subsidios a los agricultores en Estados Unidos, asumiendo el rol de campeones del librecambismo, pero era evidente que se trataba de una excusa. La verdad profunda es que estos gobernantes y sus electores, muy dentro de la corriente neopopulista, además de profesar un profundo antiamericanismo no creen en las virtudes de las libertades económicas, sospechan de las intenciones de las naciones poderosas, especialmente de Estados Unidos, y son intensamente estatistas.

Cuando Estados Unidos elimine los subsidios a la agricultura -y ojalá sea pronto-, los neopopulistas invocarán otros pretextos. Por ejemplo, ya asoma su tonta cabeza la asimetría, es decir, esa diferencia en niveles de desarrollo que supuestamente impide cualquier relación comercial equitativa entre estados desiguales, a lo que habría que agregar la falacia de la soberanía alimentaria: la absurda noción de que una nación, para sentirse segura, tiene que producir y controlar los alimentos básicos que consume.

Aunque se trate de construcciones demagógicas sin ningún elemento de seriedad conceptual, con relación a la asimetría es justo recordar que existe de manera muy notable dentro del propio Mercosur, donde Argentina posee un PIB promedio de 12.460 dólares (2004), medido en Paridad de Poder de Compra, frente a los 4.870 que tiene Paraguay, diferencia proporcionalmente similar a la que separa a Estados Unidos de la propia Argentina. En cuanto a la soberanía alimentaria, vale la pena subrayar que la mayor parte de las naciones ricas del planeta son importadoras netas de alimentos, pero aún existe otro argumento lógico de más peso: carece de sentido proclamar la voluntad de exportar alimentos, como pretenden Brasil o Argentina, mientras simultáneamente se defienden las virtudes de la autarquía alimentaria. Si todas las naciones lograran la soberanía alimentaria el comercio internacional de productos alimenticios quedaría drásticamente reducido. Por otra parte, quien postule el derecho a la soberanía alimentaria no puede simultáneamente oponerse a los subsidios de estadounidenses y europeos a la producción agropecuaria: de alguna manera, esas medidas proteccionistas son también una expresión de la pretendida soberanía alimentaria.

En todo caso, pese a la debilidad de los argumentos de los enemigos del libre intercambio internacional de bienes y servicios, es posible, aunque no lo sabemos con certeza, que un segmento quizás mayoritario de los latinoamericanos incluidos en las 29 naciones a que aludía Fox tenga una visión de la economía y de las relaciones entre el Estado y la sociedad más cercana a la que suscriben gobernantes neopopulistas como Lula o Kirchner que la que proponen quienes defienden las libertades de comercio y las responsabilidades individuales, como el propio Fox o Álvaro Uribe.

Incluso en una nación como Chile, donde es patente el éxito de la
liberalización de la economía, alguna vez he escuchado a uno de los grandes
expertos del país, Cristian Larroulet, una escalofriante sospecha: si el
"modelo" chileno fuera discutido en un referéndum, tal vez sería derrotado.
Según Larroulet, lo que afortunadamente ha cambiado en el país es la visión de
la clase dirigente, hoy mucho más educada y prudente, pero no la de las grandes
masas, que en un alto porcentaje continúan aferradas a los viejos esquemas
mentales del populismo y del colectivismo.


En el principio era diferente
No obstante, es justo señalar que no siempre ha sido así. En sus inicios, en el primer cuarto del siglo XIX, las repúblicas latinoamericanas partieron de una visión liberal y democrática de las relaciones de poder. El triunfo contra España era la victoria contra el mercantilismo, era el fin de los monopolios y era la apoteosis del mercado. En aquellos años fundacionales, los de Francisco de Miranda y Simón Bolívar, los de José de San Martín y José Gervasio Artigas, las élites criollas progresistas, que fueron las que organizaron la revolución contra España, en el terreno económico defendían las ideas de Jacques Turgot y Adam Smith, mientras los reaccionarios se aferraban al mercantilismo típico de las monarquías absolutistas, perfilado en la Francia del siglo XVII por Jean Baptiste Colbert, ministro de Finanzas de Luis XIV, cargo que entonces tenía el más exacto nombre de controlador general.

En realidad, nada había de sorprendente en esto. En América Latina se estaba reproduciendo un episodio que formaba parte de la evolución casi natural de la Ilustración ocurrida en el mundo occidental. Simplemente, las ideas que en 1776 habían propiciado la revolución norteamericana y la aparición de la primera república moderna, o que en Francia desataron la revolución de 1789, volvían a expresarse, pero esta vez en el sur del hemisferio americano.

De la misma forma que los estadounidenses, pocos años antes de la insurrección contra Inglaterra, protestaron contra los impuestos abusivos con rebeliones y actos de desobediencia, como la famosa revuelta del té en la bahía de Boston en 1773, los cubanos en 1720 se insubordinaron en defensa del libre comercio y contra el monopolio del tabaco impuesto por la Corona española, los comuneros paraguayos lo hicieron poco después, y los comuneros colombianos algunas décadas más tarde. En realidad, todos estos episodios del siglo XVIII en demanda de comercio libre y la eliminación de privilegios, aplastados a sangre y fuego por las autoridades coloniales españolas, sirvieron como acicate a las luchas emancipadoras del siglo XIX.

Otro tanto puede decirse de las libertades políticas: al menos desde el punto de vista teórico, el punto de partida de las naciones latinoamericanas fueron las ideas republicanas básicas: soberanía popular, control y límites a la autoridad, protección de los derechos individuales, división de poderes, rendición de cuentas por parte de los servidores públicos y formas democráticas de seleccionar a los gobernantes.

Las clases dirigentes criollas latinoamericanas, aunque nunca redactaron textos como los recogidos en The Federalist Papers, también habían leído a Locke y a Montesquieu, conocían al dedillo la Constitución americana (el uruguayo José Gervasio Artigas siempre llevaba en su bolsillo una edición pequeña del texto) y pensaban reproducir en suelo latinoamericano el exitoso experimento estadounidense. Alguien como el colombiano Antonio Nariño, protagonista de la lucha por la independencia en su país, tradujo del francés, imprimió y distribuyó profusamente la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, acto “subversivo” que le costó muchos años de cárcel.

Las mismas ideas, resultados diferentes
Sin embargo, los resultados fueron diferentes. Mientras en Estados Unidos los principios de la república liberal consiguieron arraigar exitosamente, en América Latina sucedió de otro modo. Las razones de este fracaso inicial son múltiples y de muy diferente índole: no existía, como en las Trece Colonias, una tradición de autogobierno y rule of law. La legislación que imperaba en la América Hispana se dictaba en la metrópoli española, y los funcionarios principales que debían aplicarla eran nombrados por la Corona de manera inconsulta.

A fines del siglo XVIII, el inmenso territorio, artificialmente dividido en cuatro grandes virreinatos, nunca pudo establecer límites territoriales claros, lo que eventualmente dio lugar a la violenta fragmentación del espacio en una veintena de repúblicas, casi todas también caprichosamente congregadas en torno a las Audiencias creadas por la Corona española para impartir justicia y administrar las colonias.

La comunicación verbal y escrita a principios del siglo XIX era un gran problema. En 1820, de cada tres habitantes de América Latina sólo uno hablaba español, y esos hispanohablantes, la mayor parte de ellos analfabetos, se concentraban en las ciudades. Las zonas rurales solían ser territorios sin otro centro que las haciendas, donde los propietarios actuaban casi como señores feudales.

El peso demográfico de la población autóctona era enorme en territorios como México, Centroamérica y la región andina. Estos pueblos autóctonos, dispersos en lugares remotos o hacinados en los caseríos paupérrimos, llamados “pueblos indios”, que rodeaban los centros urbanos, no tenían conciencia de formar parte de una entidad política nacional de origen cultural europeo, pero constituían casi toda la fuerza de trabajo y un porcentaje mayoritario del censo.

El lazo más estrecho que unía a los pueblos autóctonos con las raíces culturales europeas era de carácter religioso, no político, dado que el catolicismo, traducido a las lenguas americanas y mezclado con elementos de las religiones precolombinas, había fomentado una cierta identidad cristiana (o mariana, por la Virgen María) que nada o muy poco tenía que ver con los ideales de las repúblicas liberales que sostenían los criollos ilustrados.

Esta incomunicación esencial, y la mal forjada articulación de los nuevos países, dio lugar a la aparición de caudillos y a frecuentes guerras civiles, que, a falta de instituciones, servían para edificar un poder político fundado en la fuerza.

Los valores predominantes en las sociedades que se fueron formando en medio de la violencia no eran los más propicios para cimentar repúblicas liberales funcionales. Ni la tolerancia, ni la búsqueda de compromisos, ni el respeto a la ley eran singularmente apreciados. Se admiraba, en cambio, la valentía, la audacia, el primitivo vínculo regional y la solidaridad con los amigos. Los caudillos fomentaban el clientelismo para crear sus zonas de respaldo.

En esa atmósfera, muy poco hospitalaria con las actividades empresariales serias, el poder político se convirtió en una fuente de enriquecimiento personal para los gobernantes y sus allegados. Como sucedía durante el mercantilismo, que nunca desapareció del todo en América Latina, la cercanía al poder sirvió y sirve a los empresarios cortesanos para obtener ventajas. Les resulta más rentable sobornar a los políticos que arriesgarse a competir en el mercado.

La modernidad y los socialismos llegan juntos
Grosso modo, a fines del siglo XIX y durante el primer tercio del XX ya se alcanzó cierta estabilidad política y fronteriza. Algunas naciones, como Argentina, parecían encaminarse hacia el desarrollo y la prosperidad crecientes, pero, simultáneamente, las ideas estatistas y el rechazo a los fundamentos morales y jurídicos de las repúblicas liberales llegaban con gran fuerza, de la mano de la amplia familia socialista.

Por una parte, desde la revolución mexicana de 1910 comenzó a arraigar el socialismo colectivista, que asignaba al Estado como primera responsabilidad la función de distribuir la riqueza de manera supuestamente equitativa, algo que ya aparece consignado en la Constitución de Querétaro (México), de 1917. Incluso antes de esa fecha, de la mano de José Batlle y Ordóñez surge en Uruguay una forma benigna y democrática de socialismo, acaso muy influida en el plano teórico por el fabianismo de los británicos y en el práctico por la experiencia de la república suiza. Por la otra, el socialismo de derecha o fascismo, mezclado con el nacionalismo xenófobo, se convierte en una fuerza importante en países como Brasil (Getulio Vargas) y Argentina (Juan Domingo Perón).

A la izquierda y a la derecha del espectro político, casi todas las fuerzas dominantes coinciden en el autoritarismo como fórmula de gobierno -usualmente representado por hombres fuertes-, el populismo, para procurar legitimidad y respaldo social, y en diversas expresiones del colectivismo, para conseguir el desarrollo. Prácticamente ninguna agrupación se atreve a defender la responsabilidad individual, el acatamiento de la ley, los derechos de propiedad y el mercado. De acuerdo con la mentalidad latinoamericana, esas son causas antiguas, reaccionarias, propias de los viejos regímenes liberales que desaparecieron con los tiempos revolucionarios.

La palabra clave es precisamente ésa: revolución. Todos los grupos reclaman el adjetivo revolucionario como sinónimo de justicia, progreso y modernidad. Y la revolución, generalmente dirigida por personas iluminadas, tocadas por un componente mesiánico, consiste en el decreto de políticas públicas populistas e inflacionarias, aparentemente encaminadas a establecer el reino de la justicia y la equidad. De ahí surge la pasión por las reformas agrarias, los controles de precios y salarios y la legislación cargada de "conquistas sociales" que gravan peligrosamente la capacidad de ahorro de las empresas, comprometiendo su crecimiento futuro. De ahí surgen, también, las constituciones llenas de intenciones generosas que se convierten en imposibles obligaciones del Estado: el supuesto "derecho" a una vivienda digna, a un puesto de trabajo razonablemente remunerado y a las bondades de la educación, los cuidados sanitarios y una jubilación suficiente. Prácticamente nadie repara en que todos esos bienes y servicios irresponsablemente prometidos deben ser sufragados con excedentes producidos por la sociedad. Nadie se plantea que antes de la repartición copiosa hay que crear riquezas. Era de mal gusto hacer esa observación pequeñoburguesa.

Es verdad que los latinoamericanos no son los únicos habitantes de Occidente que incurren en estos errores, como demuestra la historia de Europa, de donde proceden en el plano teórico estas equivocaciones, pero es en Latinoamérica donde se hace más difícil corregir el rumbo, al menos por dos razones fundamentales; primera: al no haber vivido la experiencia directa del fascismo, de su auge y de su derrota aplastante, no se experimentó la consecuencia de su descrédito y eliminación. El nacionalismo, cierta xenofobia y el estatismo, mezclados con el militarismo, siguieron vivos en América Latina, unas veces trenzados con una visión revolucionaria de izquierda próxima a los soviéticos, mientras otras encarnaban en regímenes militaristas de derecha.

La segunda razón que explica la resistencia de esa visión tiene que ver con la debilidad del clima democrático. Tras la Segunda Guerra mundial, Europa occidental pudo desterrar el fascismo y desprenderse de muchas ideas socialistas colectivistas por medio de instituciones democráticas, la alternancia en el poder y el libre examen de los problemas nacionales. Por medio de la alternancia en el poder y del tanteo y error, en elecciones sucesivas se corregían o aliviaban los conflictos generados por la convivencia y el desarrollo económico. Si una nación como Inglaterra podía llegar a tener un líder laborista como Tony Blair, ideológicamente mucho más cerca de Margaret Thatcher que de Clement Atlee, es porque el continuo debate democrático permitía una sana evolución de las ideas, fenómeno que no encontraba paralelo en América Latina.

Más aún: incluso las ideas pro mercado aparentemente paridas en Occidente para fortalecer la economía capitalista tras la crisis de entreguerras, como es el caso del keynesianismo, en América Latina provocaron resultados contraproducentes. La convicción de que el modo de impulsar el desarrollo y de evitar la recesión y el desempleo consistía en retocar el presupuesto general del Estado, con aumentos en el gasto público como instrumento para estimular la demanda, se convirtió en América Latina en una fuente incontrolable de inflación, corrupción, clientelismo, ineficiencia y capitalismo de Estado.

Todas las teorías del desarrollo, pues, coincidían en el mismo punto: más Estado, menos mercado, más dirigismo y un invencible temor a los poderes extranjeros, supuestamente siempre culpables de los desastres que afligían a los latinoamericanos. Acerquémonos a ese fenómeno en su expresión más notable: el antiamericanismo.

El antiamericanismo
Exportar las responsabilidades siempre fue una especialidad de la clase dirigente latinoamericana. La culpa de los males latinoamericanos, que comenzaron a verse desde el principio mismo de las repúblicas, desde la perspectiva de los criollos ilustrados -que fueron los artífices de la independencia y quienes definieron el discurso político-, fue siempre atribuida a la herencia perjudicial dejada por los extranjeros o a la influencia nefasta de otros grupos étnicos. En el principio, naturalmente, los españoles resultaron señalados como los primeros culpables. Se les imputaba el atraso económico y cultural de Hispanoamérica. Pero casi enseguida se responsabilizó a los indios, donde los había, por poseer hábitos, valores y costumbres refractarios al progreso y a la disciplina, o a los negros, por las mismas razones, donde la densidad de esclavos era grande.

Durante casi todo el siglo XIX, sin embargo, los estadounidenses no comparecieron como villanos. En 1823 la Doctrina Monroe fue vista como lo que realmente fue: un intento diplomático, más retórico que efectivo, de impedir que España, ayudada por las monarquías reaccionarias de Europa, intentara recuperar los territorios que habían logrado independizarse o estaban a punto de hacerlo en América Latina. En esa época, en general, la visión que los latinoamericanos tenían de Estados Unidos era positiva, y ni siquiera se vio empañada cuando, primero Texas y luego toda la porción norte de México, pasaron a formar parte del territorio estadounidense, en medio del espasmo imperial que vivió el país a mediados del XIX bajo el influjo de lo que entonces se llamara el "destino manifiesto".

Pero a fines del siglo XIX esa percepción benévola de Estados Unidos comenzó a cambiar drásticamente. En 1898, a las pocas semanas del estallido del acorazado Maine en la bahía de La Habana, se desató la guerra entre Estados Unidos y España, y las élites culturales latinoamericanas mostraron sus simpatías por Madrid y no por Washington. En el 1900 el uruguayo José Enrique Rodó publicó su ensayo Ariel, el primer bestseller internacional de toda Sudamérica, donde caracterizaba a los latinoamericanos como Ariel, la parte alada y superior del espíritu, anclada en la tradición humanista del mundo latino, mientras representaba a los norteamericanos como Calibán, el ser groseramente materialista, cercano a sus bárbaros orígenes anglosajones.

En América Latina la obra se convirtió inmediatamente en una bandera antiimperialista, y poca gente reparó en que se trataba de una variante de los viejos estereotipos de la España católica y conservadora frente a la Europa protestante y reformista de los siglos XVI y XVII. Al fin y al cabo, el libro de Rodó de alguna manera reforzaba una visión antinorteamericana que comenzaba a cobrar fuerza gracias a los argumentos aportados por Karl Marx en su análisis de las relaciones coloniales de Gran Bretaña con sus colonias. De acuerdo con la valoración de Marx -quien, por cierto, había sido un feroz crítico de Simón Bolívar y un defensor enérgico de las conquistas norteamericanas a expensas de México, por las ventajas que ello traía a la clase trabajadora-, la India había sido deliberadamente empobrecida por Inglaterra, que quería convertir a sus colonias en mercados cautivos, a los que asignaba la superproducción industrial británica.

Era, pues, muy fácil tomar el argumento marxista y extrapolarlo a las relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Y, en efecto, ya a principios del siglo XX, tan temprano como a partir de 1901, el socialista argentino Manuel Ugarte reúne multitudes en diversas capitales latinoamericanas, en las que predica el rechazo a la influencia extranjera y prescribe la unidad latinoamericana como amuleto contra las potencias imperiales, especialmente Estados Unidos, país al que de forma vehemente responsabiliza por las intervenciones militares en el Caribe y por el saqueo sistemático de las riquezas nacionales mediante tratos comerciales leoninos. Sus libros El porvenir de América Latina (1910) y El destino de un continente (1923) serán lectura obligada para varias generaciones de latinoamericanos, que van adquiriendo una visión de las relaciones internacionales profundamente antinorteamericana y aislacionista.

Con la creación en Moscú de la Tercera Internacional o Comitern, en 1919, las ideas comunistas se expandieron por América Latina de una manera organizada y sistemática, con lo cual el ataque a la imagen de Estados Unidos se tornó mucho más metódico y razonado. La idea de fondo, formulada por Lenin en un famoso aunque superficial trabajo, repetida hasta el cansancio, era que el imperialismo constituía una fase superior (y final) del capitalismo. El capitalismo, en su etapa imperial, era un desalmado sistema, triturador del proletariado, que desataba las guerras como forma de asegurarse el enriquecimiento sin fin de los poderosos, de manera que destruir esos poderes imperiales era el objetivo primordial de los comunistas, vanguardia de la clase obrera.

Naturalmente, la política de las cañoneras, practicada profusamente por republicanos y demócratas en Centroamérica y el Caribe a lo largo del primer tercio del siglo XX, tampoco favorecía la imagen de Estados Unidos. Era obvio que el objetivo de esta docena de intervenciones militares estuvo fundamentalmente encaminado a mantener un cierto orden en una zona de influencia norteamericana caracterizada por la turbulencia política, pero fue en esa época y lugar donde se fortaleció el mito del revolucionario bueno que luchaba contra el imperialismo norteamericano, empeñado en saquear a los países pobres. Es entonces cuando en Nicaragua surge la figura de Augusto César Sandino, precursor mediático de Che Guevara. Unos años más tarde, otro episodio, esta vez perteneciente a la Guerra Fría, reforzará esa percepción negativa de Estados Unidos: el derrocamiento del presidente guatemalteco Jacobo Arbenz en 1954 como resultado de una conspiración organizada por la CIA.

Así las cosas, desde casi todas las trincheras políticas, académicas e intelectuales se atacaba a Estados Unidos sin descanso: nacionalistas, católicos conservadores, socialistas, fascistas, comunistas y revolucionarios de todo pelaje acusaban a Washington de las peores fechorías imperiales, y a sus capitalistas de ser verdaderos depredadores de las riquezas latinoamericanas. Desde Moscú, sin pausa ni tregua, se estimulaban estas campañas hasta lograr que calaran muy hondo, incluso entre quienes no eran comunistas pero se consideraban progresistas. Ser progresista era mucho más que procurar el progreso: era ser antiyanqui por encima de todo.

En las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado esas acusaciones adquirieron un respetable tinte académico cuando dos profesores universitarios, Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, publicaron una obra errada pero muy exitosa: Dependencia y desarrollo en América Latina (1969), dentro de la llamada teoría de la dependencia, donde retoman el análisis marxista de las relaciones económicas entre la colonia y la metrópoli y formulan una hipótesis parecida: de acuerdo con estos investigadores (luego Cardoso se convirtió en político y renegó de sus escritos), los países de la periferia, como sucede en América Latina, históricamente han sido designados por el centro -Estados Unidos, Inglaterra, Francia, España- como economías subsidiarias que deben producir o consumir lo que determinan los países imperiales.

La teoría de la dependencia, pues, redactada en le jerga académica, daba armas a los intelectuales latinoamericanos en las universidades para vestir y reforzar su antiamericanismo con un disfraz prestigioso. No importaba que países como Corea del Sur o Singapur, ex colonias pertenecientes a la supuesta periferia, hubieran demostrado que era posible abandonar el subdesarrollo con la colaboración de las naciones del centro, sin que nadie tratara de impedirlo. Y no importaba, porque la tradición universitaria latinoamericana estaba más cerca del dogma socialista y de la repetición mecánica que del análisis ponderado.

Pero tal vez más grave que impulsar el antiamericanismo universitario latinoamericano fue la consecuencia moral que la teoría de la dependencia tuvo entre los católicos radicales cuando una parte del clero la hizo suya y desde ese punto, a partir del Concilio Vaticano II, formuló la Teología de la liberación, así llamada por un libro escrito por el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez. La parte más censurable de esa obra, y de la actitud de quienes la suscribieron, fue la justificación de la violencia, pero, dada la premisa sembrada por la teoría de la dependencia, la lógica que la sustentaba era impecable. Si el gran problema de América Latina era la miseria extrema de las gentes, y si el modelo económico ni siquiera se podía modificar por procedimientos democráticos porque había sido dictado desde fuera, principalmente por Estados Unidos, no quedaba más remedio que acudir a la insurrección armada para cambiar este destino cruel que condenaba a la indigencia a millones de seres humanos. Fue entonces cuando las guerrillas en Centroamérica y en Colombia comenzaron a ser auxiliadas por sacerdotes extremistas, que eran, por supuesto, profundamente antinorteamericanos.

En qué punto estamos
Este panorama, sin duda deprimente, quizás explique por qué América Latina es la región más pobre y conflictiva de Occidente. Si no se entienden las razones por las que se crea o se destruye la riqueza, no es de extrañar que la región viva en medio de la miseria y el desasosiego político.

En general, los latinoamericanos, o una porción considerable de ellos, mantienen que la función principal del Gobierno es repartir las riquezas para lograr unas sociedades más justas y equitativas. Les han hecho creer, tras muchas décadas de populismo, que son sociedades pobres que viven en países ricos, en los que algunos se roban o acaparan la riqueza. Casi nadie predica la necesidad de trabajar responsablemente para crear riqueza en beneficio propio y de la colectividad.

Simultánea y contradictoriamente, los latinoamericanos suelen tener la peor opinión de la clase política y del método democrático de gobierno, pues éstos no les han dado ni la prosperidad ni la estabilidad, y ni siquiera una seguridad mínima, dado que la región se ha convertido en una de las más peligrosas del planeta.

Las instituciones republicanas no funcionan. Como regla general, el poder legislativo sufre el mayor descrédito, seguido del judicial. Salvo en contados países, como Chile, Uruguay y Costa Rica, en América Latina es muy difícil obtener un juicio justo.

En América Latina existe un profundo divorcio entre la sociedad y el Estado, lo que explica el sorprendente apoyo que obtienen los golpistas cuando toman el poder por la fuerza o cuando intentan tomarlo. Los latinoamericanos, sencillamente, no sienten que les han quitado algo que les pertenece o beneficia.

Ese divorcio también implica la existencia de compartimientos estancos entre las distintas esferas del quehacer ciudadano. Las universidades, en las que apenas se investiga, generalmente son focos de desorden público, y tienen una mínima relación con las empresas o con la sociedad, que paga el presupuesto de educación. Gradúan una multitud de profesionales vinculados a las Ciencias Sociales y a las Humanidades, pero relativamente muy pocos ingenieros o empresarios.

La filantropía es escasamente practicada por los grupos pudientes. Tampoco es frecuente la participación voluntaria de la ciudadanía en organizaciones de la sociedad civil.

En general, la enseñanza pública latinoamericana es un desastre, según se demuestra en las pruebas internacionales de contraste. Los países latinoamericanos que participan suelen quedar al final de la lista.

En esta atmósfera, en medio de la mayor inseguridad jurídica, donde las reglas son cambiadas arbitrariamente al antojo de los gobernantes, es muy difícil el desarrollo de un sistema capitalista eficiente.

En la región se entiende mal que la prosperidad creciente es la consecuencia del trabajo realizado en empresas que aumentan gradualmente su producción y su productividad, lo que quiere decir que deben generar beneficios, investigar y realizar inversiones constantes. Se piensa, erróneamente, que el desarrollo es la consecuencia de la elección de ciertos "modelos" económicos, o que deriva de la manipulación de las tasas de cambio o los tipos de interés.

Los fracasos periódicos conducen al desencanto con el capitalismo. Esto refuerza la perniciosa idea de quienes creen en la excentricidad cultural de América Latina y, en consecuencia, predican el debilitamiento o la ruptura de los lazos con el Primer Mundo.

Estas creencias, cerradas a la evidencia de que las inversiones extranjeras y las transferencias de tecnología son parte del éxito de las naciones que han conseguido desarrollarse en las últimas décadas, dan lugar a un creciente aislamiento y al empobrecimiento no sólo económico, sino cultural, de la región.

A largo plazo, lo que sobrevendrá, lo que ya se observa, es un proceso de descivilización, en la medida en que los latinoamericanos recortan prácticamente sus vínculos con Occidente. A principios del siglo XX los latinoamericanos comprendían y podían reproducir todos los elementos clave de la civilización de entonces: el tren, la electricidad, la telegrafía y, posteriormente, la radio y la televisión. Hoy, con la carrera espacial, la cibernética, los estudios sobre el genoma, la nanotecnología y otras veinte disciplinas, cada vez es mayor la distancia intelectual que separa a los latinoamericanos de sus raíces culturales. Si vivimos en la civilización o la era del conocimiento, es posible que se llegue a un punto en el que América Latina habrá perdido los vasos comunicantes que la unen al universo del cual procede.

Qué se puede hacer y el umbral de la sensatez
En realidad, desde fuera es muy difícil rescatar del desastre a las sociedades empeñadas en el error. Sin embargo, América Latina es un segmento demasiado importante de la humanidad, tanto geográfica como demográficamente, para cruzarse de brazos. En términos generales, parece conveniente poner el acento en los siguientes aspectos:

Fortalecer a las élites ilustradas que comparten la visión que explica el éxito y el desarrollo del Primer Mundo frente a los neopopulistas, que insisten en los disparates tradicionales. Si algo sabemos con alguna certeza es que las sociedades que en las últimas décadas han logrado incorporarse al grupo de naciones desarrolladas lo han hecho como consecuencia de una decisión colegiada de la clase dirigente.
Desarrollar campañas didácticas de información, a todos los niveles y por todos los medios de comunicación, sobre cómo se crea o se destruye la riqueza, y sobre el verdadero rol en el mundo de Estados Unidos y las naciones desarrolladas.
Crear o fortalecer un sistema de premios y castigos para que los países se comporten sensatamente. Para incorporarse a la Unión Europea, por ejemplo, las naciones tienen que controlar el gasto público, respetar los derechos humanos y someterse a the rule of law. Si, tras la muerte de Franco, España tuvo que adoptar un comportamiento democrático fue porque la clase dirigente sabía que ése era el precio que entonces cobraban para entrar en el selecto club de lo que se llamaba la Comunidad Económica Europea.
Dentro de este espíritu, la Cláusula Democrática aprobada por la OEA es un acierto, pero hay que hacer un esfuerzo supremo por lograr que no sea burlada.

Asimismo, sería muy conveniente que el BID, el BM y el FMI contribuyeran en la misma dirección, aplicando esa misma pedagogía de refuerzos positivos o negativos, para estimular la buena administración en los gobiernos latinoamericanos. La premisa más optimista apunta a que, una vez pasado el umbral de la sensatez, como ocurrió con España y con Chile, es más difícil regresar a los viejos y fallidos esquemas neopopulistas. A ese umbral se arriba cuando una parte sustancial y decisiva de la clase dirigente renuncia definitivamente, por convicción y experiencia, al populismo colectivista, entiende de una vez el no tan difícil fenómeno del progreso sostenido y se dispone a emular al Primer Mundo.

Ninguna de estas medidas, por supuesto, garantiza el éxito final, pero es un esfuerzo serio y coherente en la dirección correcta.

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Por Carlos Alberto Montaner

Contribución del autor a la Western Hemisphere Economic State Department Officers
Conference (Miami, 8-XII-2005).

jueves, 19 de octubre de 2006

Educación: Problema socialista, solución Liberal

La crisis
La educación estatal chilena está en crisis, qué duda cabe. ¿Está en crisis el sistema privado? No, porque en la educación privada existe competencia.

Dinamismo privado
Los apoderados son libres para cambiar a sus hijos a los establecimientos que más se adapten conforme a sus principios. La competencia genera dinamismo, los estándares mejoran, se buscan los mejores profesores y se les remunera adecuadamente según su rendimiento. Se selecciona a los mejores alumnos, a quienes se alienta el espíritu de superación innato al ser humano.

¿Solución?
La solución sería enviar a todos los alumnos a colegios privados. Pero esta solución es impracticable. Las ataduras burocráticas que exacerba la coalición gobernante sólo ayudan a agudizar el problema.
Lo que proponemos es, obviamente, liberalizar los colegios municipales. El estado tiene recursos de sobra, perfectamente se puede entregar un voucher de 300 mil pesos mensuales, por medio de un cheque nominativo, para que los padres, alumnos, profesores y administradores reinventen sus colegios.
Esta solución se basa en un fundamento esencial de la filosofía liberal: el ser humano siempre busca su bienestar. Un padre no descansará hasta proporcionarle una educación de excelencia a sus hijos, y cómo no, si es la educación lo más valioso que un padre puede darle a los suyos. Los profesores siempre querrán lo mejor para sus alumnos, y procurarán lograr las mejores condiciones laborales para alcanzar este fin. Son ellos además los especialistas en la materia y confiamos en su capacidad natural de producir "bien común" para guiar a los alumnos y apoderados.
Los aspectos administrativos pueden recurrir a la asistencia del ministerio de educación, cuya naturaleza estatal debe reducirse a un papel organizador y no administrador. Un funcionario público asignado a coordinar los establecimientos liberales de una zona geográfica determinada sería suficiente para mantener un orden que no atente contra el instinto creador y la capacidad de superación de las comunidades educativas.
No es necesario subir impuestos ni incrementar las recargadas burocracias actuales (6000 asesores en educación tiene el Mineduc).
Sí es necesario eliminar el Estatuto Docente (idea de Ricardo Lagos) y promover el re-entrenamiento de los profesores. El Colegio de Profesores debe manifestarse con ideas, y debe hacerlo ahora ya.

Invitemos a los privados
Los empresarios nodernos, las compañías que hoy generan empleos reales, crecen sólo en la medida que su gente sea educada para aportar al mercado laboral. Son ellos quienes mucho tienen que decir y contribuir en la instrucción pública, son ellos los que mañana le darán un trabajo al que hoy es estudiante.
Mediante exenciones tributarias, el liberalismo vería con alegría a empresas como Yahoo Chile, por ejemplo, colaborar codo a codo en la formación de los profesionales de la era digital, en la nueva economía de la información. Los docentes se beneficiarían directamente del contacto con los profesionales de hoy. ¿Conoce alguien a un niño que no le interese la computación? No es necesario asfixiar la iniciativa de los niños con los controles absurdos que la Concertación inculca.
Muchos colegios que han fallado en los exámenes de monitoreo de calidad de la educación (Simce, etc.) pueden dar el primer paso. Son ellos los más afectados, y ninguna comisión de gobierno propondrá una solucón oportuna a esta crisis.

Conclusiones
El colegio no es más que una extensión de la familia, ésta última es la real institución educadora. Junto con profesores y administradores, son los componentes de la comunidad educativa, la cual asumimos que en un entorno libre siempre promoverá la excelencia entre sus miembros.
Es a la comunidad educativa a quien debemos entregarle el poder para ser libres de forjarse su propio destino.
Cobrar impuestos y nombrar comisiones es lo que quiere un gobierno socialista. Pero como ya lo dijo Ronald Reagan: "el gobierno no es la solución, el gobierno es parte del problema".

chileliberal@gmail.com

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Perspectiva histórica

Si los personeros de gobierno hubiesen leido y entendido La República, de Platón, no estaríamos hoy llorando sobre la leche derramada. Es en los orígenes de Occidente donde encontramos los fudamentos de la meritocracia, la igualdad, la importancia de la educación para lograr el progreso humano y los avances sociales.
Es inevitable que existan elites, pero éstas deben estar conformadas por los individuos más capaces, y es la educación la que permite detectar a los miembros más brillantes de la sociedad, sin importar la procedencia social.
La Ilustración, impuslada gracias a la invención de la imprenta, se propuso iluminar al hombre y fomentar el humanismo. Es en este contexto donde comenzamos a dimensionar en toda su magnitud la real importancia de un sistema educativo de excelencia para la soecidad completa, sin exclusiones.
Una sociedad educada en la libertad para forjar su propio destino es capaz de crear un orden social carente de resentimientos, es decir, una sociedad donde la lucha de clases (y, en consecuencia, el comunismo y el socialismo) serían imposibles.
Se dice que la filosofía de Occidente no es más que un conjunto de notas al pie de página de las obras de Platón. Invitamos a releer al maestro clásico.

Vínculos en este sitio:

Colegios chilenos, cómo mejorarlos (The Economist)
http://chileliberal.blogspot.com/2006/10/colegios-chilenos-cmo-mejorarlos.html


Crisis educacional en Chile
http://chileliberal.blogspot.com/2006/10/movimiento-liberal-progresista-crisis.html

Lecuras recomendadas:
La República (Platón)

miércoles, 18 de octubre de 2006

Los intelectuales y el capitalismo

algo tiene el liberalismo que no acaba de seducir más que a una minoría de los intelectuales


Es un negocio extraño, este del cine español. Nos cobra a los españoles un favor que le hizo al PSOE las pasadas elecciones. Pero colgar el cartel de "se vende" tras las escenificaciones políticas o ponerse a la cola de las subvenciones no explica del todo la preferencia de los intelectuales, incluso de los que no leen, como éstos, por la izquierda. ¿Qué lleva incluso a los que han visto los libros fuera de la estantería a rechazar mayoritariamente las sociedades libres y preferir el socialismo o, al menos, la tutela del Estado?

Un amigo me sugiere que se identifican con el progreso e identifican a éste con la izquierda. Pero esa es una explicación que quedó obsoleta con la caída del muro. Tiene que haber algo más. Otra entiende que, simplemente, la izquierda tiene más y mejores razones que las que pueda jamás aportar el liberalismo. Pero es que no es así; hay al menos razones igual de buenas para preferir la libertad a otros valores que para no hacerlo. ¿Qué es, entonces?

Ludwig von Mises cree que es el resentimiento que nace del contraste entre lo que un intelectual piensa de su valía y la recompensa que le da el mercado. Ellos, con lo listos que son y lo que saben, tienen derecho a ser recompensados. Los intelectuales siempre han hablado de su propia labor como la más importante de todas, y su sesgada opinión ha quedado registrada desde hace dos milenios y medio. Realmente se lo creen. Pero en el mercado no ganan nada al lado de los empresarios, que se enriquecen produciendo cosas de lo más vulgar. Nozick añade que en el colegio fueron los primeros, pero que una vez en el mercado las cosas cambian.

Pero hay algo más. El mercado es un proceso espontáneo, que actúa sin que nadie le diga lo que tiene que hacer o por dónde no debe ir. Es complejo y muy pocos intelectuales han hecho un verdadero esfuerzo por comprenderlo. De éstos, no todos lo han logrado. El resto desconfía de ese caos y tiene ideas muy claras de cómo mejoraría la sociedad si un poder central potente controlara la situación bajo la sabia y desinteresada guía de... de ellos mismos, sin ir más lejos. Quizás en una sociedad así obtengan la recompensa que realmente merecen.

No obstante, algo tiene el liberalismo que no acaba de seducir más que a una minoría de los intelectuales. Será que su visión un tanto pesimista de la naturaleza humana nos iguala a todos mucho más de lo que habitualmente se cree, y no da al estudioso, al escritor, al artista una categoría especial, a la que se creen naturalmente acreedores, mientras que el socialismo alimenta ambiciones sólo al alcance de los hombres más extraordinarios. El liberalismo es para los modestos.


José Carlos Rodríguez es miembro del Instituto Juan de Mariana

martes, 17 de octubre de 2006

Crisis Educacional en Chile

Por motivos profesionales míos aún no hemos podido dar el segundo paso que es comenzar a trabajar nuestro propio material en este blog. Pero con Nelson hemos dado algunos atisbos en El Mercurio.


Antecedentes
La "Crisis Educacional" comenzó ciertamente con nuestra República. El sueño de Carrera, la fundación del Instituto Nacional, Biblioteca Nacional, etc., más los ideales de instrucción de Barros Arana y de los liberales de antaño, fueron todos en vano.
Allende y su ENU fueron la guinda de la torta.
Destruida nuestra institucionalidad, Pinochet comenzó la necesaria "Destrucción Creativa", pero fue más Destrucción que Creativa. Se logró cantidad, no calidad.
Lagos y su Estatuto Docente perpatuaron el error.

La crisis de hoy
La Presidenta Bachelet se procuró la primera magistratura abriendo las compuertas del descontento popular. Hoy, desde La Moneda, no encuentran forma de cerrar las compuertas. La carencia terminal de ideas de la Concertación ofrece nulas posibilidades de mostrarnos alguna luz al final del túnel.
El accionar de Carabineros de Chile debe ser respetado porque, ante todo, llamamos a la opinión pública a respetar nuestras instituciones. Sin embargo, está claro que los estudiantes comenzaron un movimiento llamativo y colorido que hoy ya está añejo.
Ellos deben entender que la Educación púbica chilena es un saco roto el cual debe zurcirse primero, antes de echarle recursos que serán desperdiciados.
La solución parte por aplicar "accountability" al desempeño de los docentes, vale decir, eliminar el Estatuto Docente. Los colegios mal evaluados deben o convertirse en fundaciones estilo "Academies" británicas (donde se permita la intervención de privados). En otros casos, usar un sistema de vouchers, para que las familias de escasos recursos eduquen libremente a sus hijos.
Mucho no se puede hacer con una Presidenta que carece de liderazgo. Llegó la hora de exigirle a los estudiantes que vuelvan a los colegios a estudiar, pero alentarlos a canazliar su entusiasmo por los medios democráticos correspondientes, a través de un debate serio.
Finalmente, los profesores deben asumir un papel proactivo, ya que son ellos parte del problema, no la solución, y son ellos los adultos que pueden manejar esta crisis. Por cierto, ellos serán los primeros beneficiados.

Invito a continuar el debate en este blog. Por favor, añadan sus comentarios.

Sistema Parlamentario en Chile

Extractos del Blog de El Mercurio.
Invitamos cordialmente a leer los extractos y añadir comentarios.


Quizás lo del parlamantarismo sea una aspiración más que un plan, pero creo, como se ha planteado acá, que nuestra clase política algo ha madurado y ya estamos lejos del cohecho pre-1925, al cual Alessandri con la Alianza Liberal pusieron punto final.
Un sistema parlamentario de 4 años con posibilidad de sólo una reelección es una idea que me gusta.
Evitaríamos además que los presidentes nombren a dedazo, normalmente ejecutando dictados de cúpulas políticas y obedeciendo a cuoteos vergonzosos, a sus colaboradores. Los secretarios de estado deben haber contado con algún grado de aprobación popular y eso se logra en un régimen parlamentario.

Movimiento Liberal Progresista
chileliberal@gmail.com

Cercanos como estamos al Bicentenario, me parece que ya es tiempo de esforzarnos en poner fin a nuestra inconclusa transición con una institucionalidad que nos represente a todos y ponga fin a las divisiones entre los chilenos.
En este contexto, se da la oportunidad de optar por el régimen parlamentario de gobierno, que representa la mejor y más acabada expresión de la democracia. Se puede decir que constituye el canon de la democracia occidental, con expresión en los cinco continentes. La sola excepción se produce en América Latina, debido a nuestra condición de "patio trasero". De hecho, en opinión de don Andrés Bello, el régimen presidencial en Chile -exacerbado hasta el absurdo por la Constitución de 1980- constituía una mala copia de Estados Unidos.
En el intertanto y en las condiciones actuales, sólo obtendremos la perpetuación del status quo, ya que el problema con la institucionalidad actual -aparte de su ilegitimidad de origen- es que provoca el inmovilismo, gracias, básicamente, al sistema binominal, con el cual, la Concertación continuará, ad eternum, derrotando a la derecha para pasar luego a cogobernar con élla, ambas coaliciones autosatisfechas con sus respectivas cuotas de poder y plenamente a salvo de la influencia de una ciudadanía descontenta y totalmente marginada de la consabida "Democracia de los Acuerdos" -que es más bien, "de los Conciliábulos"- que tanto agrada a nuestros políticos de ambas coaliciones, ya que en ella los votos ciudadanos nada valen, sino que sólo sirven de disfraz legitimante a los previos acuerdos políticos y designaciones de las élites partidarias de ambos bandos.
Habría que agregar que el régimen parlamentario de gobierno, cuando se ha planteado, ha recibido un apoyo de carácter transversal entre nuestras fuerzas políticas, por lo que su proposición como la forma de poner feliz término a una Transición eterna, resulta mucho más realista que concentrarnos en deshacernos del sistema minoritario binominal para adoptar un sistema electoral democrático, sea este proporcional, mayoritario o combinación de ambos.

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Rafael Cárdenas Ortega (Octubre 16, 2006 11:09 AM


Completando los comentarios anteriores, debo decir que comparto la opción de don Carlos Riquelme [Movimiento Liberal Progresista] por el parlamentarismo y respecto de la alusíón al período 1891-1925 de don Alejandro Vial y, en general, respecto de quienes se oponen a este sistema, quisiera formular algunas aclaraciones:
1.- En Chile jamás ha existido propiamente un régimen parlamentario de gobierno. Aquel que imperó después de la derrota de Balmaceda, correspondió más bien a un régimen de asamblea, que no contemplaba los instrumentos básicos y fundamentales del voto de censura y el voto de confianza. Estos permiten la fiscalización del Gobierno por el Parlamento, así como el aseguramiento del necesario apoyo de la mayoría parlamentaria a la fuerza gobernante para su permanencia como tal. El que nuestra historiografía haya denominado, Período Parlamentario o República Parlamentaria a aquella etapa histórica, nada nos aporta. Como dice el aforismo, “las cosas son lo que son y no lo que se dice que son”, y la denominación de “parlamentario” para dicho período, resulta tan extraviada como la calificación de “democrática” para la ex RDA.
2.- Difícilmente podemos, entonces, dar por fracasado en nuestra experiencia histórica un sistema de gobierno al que no le hemos dado la oportunidad de nacer.
3.- Don Arturo Alessandri Palma, artífice de la Constitución de 1925, también se declaraba partidario del sistema parlamentario, pero sostenía que nuestro país aún no estaba preparado para su aplicación. Hay que considerar que estamos hablando de principios del siglo pasado y que el plebiscito con que se aprobó dicha Constitución fue el primer acto de soberanía popular mediante la aplicación del sufragio universal en nuestra historia republicana. Anteriormente, sólo se había utilizado el voto censitario. A estas alturas, sin embargo -en los albores del siglo XXI, a casi un siglo de distancia y cercanos al Bicentenario de nuestra República Independiente- sospecho que don Arturo no tendría reparos en su instauración.

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Rafael Cárdenas Ortega (Octubre 16, 2006 10:50 AM)

1.- Estoy de acuerdo con la observación de don Rafael Cárdenas. De hecho, con el binominal las opciones de elección por parte de la ciudadanía tienden a cero.
2.- El único sistema realmente democrático de elección es el sistema proporcional. La Constitución de 1925 era un ejemplo al respecto: 5 senadores por circunscripción y diputados electos en función de la población del distrito.
He propuesto volver a ese sistema. Con 14 regiones, tendríamos 70 senadores (que no es una locura para un país de 16 millones de habitantes) y con una relación de un diputados por cada 100 mil habitantes "o fracción que no baje de 75 mil", la Cámara llegaría a unos 160 diputados.
Tal vez con ese número no podrían quejarse de exceso de trabajo.
3.- Con relación a la propuesta de Carlos Riquelme: Establecer un régimen parlamentario en nuestro país es riesgoso institucionalmente. Ya lo demostraron los que actuaron entre 1891 y 1925; y creo que nuestra "clase política", un siglo después, no ha madurado lo suficiente.

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Alejandro Vial Latorre (Octubre 16, 2006 10:38 AM)


Con respecto a un gobierno parlamentario me lo pensaría 2 veces, no creo que tengan estos sres. la madurez necesaria para sacudirse de sus ideologías y mirar el país como un todo, más parece que se ampliarían las formas en que los políticos elegidos pudiesen acumular más dietas y beneficios del papá estado.

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RICARDO CASTRO D. (Octubre 16, 2006 04:44 PM)


En pro del parlamentarismo digamos también que las tradiciones -en este caso el presidencialismo- no tienen por qué inmovilizarnos e impedirnos la eliminación y reemplazo de instituciones de origen espurio e ilegítimo y que sólo generan división entre los chilenos, como ocurre con nuestra institucionalidad actual. Un muy buen ejemplo de la actitud que se ha de tener ante tradiciones negativas, está en la exitosa creación y puesta en funcionamiento de la reforma procesal penal, que instituyó un procedimiento penal acusatorio, que va contra 4 siglos de tradición inquisitiva que no se condecía con las exigencias de un verdadero Estado de Derecho, el que tampoco se aviene con el presidencialismo extremo de la Constitución de 1980 Por la demás, la adopción del parlamentarismo no eliminaría la institución del Jefe de Estado radicada en el Presidente de la República, quien concitaría, por el contrario, mayores consensos y unidad en la ciudadanía que en su actual doble calidad de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, pasando a situarse, en cambio, por sobre el gobierno de turno, en manos de un Jefe de Gobierno o Primer Ministro y su Gabinete.

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Rafael Cárdenas Ortega (Octubre 16, 2006 04:35 PM)


veo que el Sr. Carlos Riquelme [Movimiento Liberal Progresista] "agarró papa" (en el buen sentido) y comenzo a hacerle propaganda al sistema parlamentarios, que a muchos nos gusta. Es bueno comenzar a sembra "esta semilla" ahora, pero hay que hacerlo pensando en el mediano y largo plazo, la primera battala es la incultura civica. Me atrevo a decir que los chilenos no conocen bien los pro y contra del sistema parlamentario, y por que fracaso del pseudo-parlamentarismo que tuvimos casi un siglo atras, ademas hay que agregar el acostumbramiento y temor a los grandes cambios (porque si seria un gran cambio). La segunda y mas dura battalla seria contra los politicos actuales, y dejemoslos de tratar como una raza aparte culpable de todo pues somos nosotros quien los votamos aunque sean como los "candidatos menos malos". Ellos apernados y comodos ahi en el congreso no tienen (en su mayoria) ningun estimulo de cambiar el sistema, y para que decir la burocracia que genera uno u otro sistema de gobierno. No le creo eso de que exista transversalidad politica en las opiniones positivas hacia el cambio, esto es como decir que a todos les gusta la idea que en Chile no hayan pobres, aunque muy pocos hacen algo para resolver el problema, o sea, suena bonito, pero esta todavia lejos de ser realidad.
Le deseo suerte en su cruzada, yo votaria por un cambio en el sistema de gobierno si este se propusiera a la ciudadania.

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Fernando Peña Silva (Octubre 16, 2006 04:20 PM)

Como ya lo he señalado otras veces, mientras no arribemos a una Constitución que nos represente a todos, a través de una Asamblea Constituyente cuyos integrantes no puedan postularse en las primeras elecciones subsiguientes o, en su defecto, mediante un plebiscito con alternativas serias y no una parodia de acto cívico como aquel de 1980, nuestra Transición seguirá en suspenso.

Desafortunadamente, el gusto por el poder a hecho perder toda sensibilidad ciudadana a nuestros "representantes", quienes, al parecer, no habrán de despertar sino ante el clamor de, "¡Que se vayan todos!", el que, si no es inminente, está sin duda más cercano que el fin de la transición y el arribo a una democracia plena.

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Rafael Cárdenas Ortega (Octubre 16, 2006 02:49 PM)


Estimados
Ni a la Concertación ni a la Alianza les interesa modificar el sistema electoral que ampara un satatus quo que les conviene a ambas. Cualquier modificación que aporte grados de incertidumbre electoral les aterra. Cualquier cambio de fondo que se proponga es material de discurso, pero no se concretarán nunca.
Sólo cambios muy controlados por las partes pseudo co-gobernantes es lo que veremos a corto plazo.

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Gabriel Rodríguez Pérez (Octubre 16, 2006 12:06 PM)


Puede que el sistema parlamentario como se usa en otras partes sea bueno..., pero desconfío de la clase política nacional.
Al revés del Sr. Cárdenas, opino que Don Arturo seguiría hoy pensando como el año '25.

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Alejandro Vial Latorre (Octubre 16, 2006 11:58 AM)

La importancia de la libertad económica

La importancia de la libertad económica

El proyecto de medir la libertad económica mundial era visto, hace apenas unos años, como un chiste, como el deseo de algún radical libertario frustrado y ciertamente parte de un “complot derechista”.

Sin embargo, a partir de las publicaciones del informe anual del proyecto Libertad Económica en el Mundo, coordinado por el Fraser Institute del Canadá en colaboración con más de 60 fundaciones internacionales, se ha dado un paso muy importante en crear consciencia sobre la importancia de la libertad económica y su relación directa en lograr alcanzar mayor prosperidad.

En su edición de este año, basado en estadísticas del año 2004, el informe destaca que la libertad económica es importante, entre otras razones, porque tiene mayor impacto en el combate a la pobreza que el asistencialismo financiero de la ayuda externa. Es preferible, en otras palabras, consolidar las condiciones internas de libertad de producción y de elección que conseguir dinero del Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Banco Interamericano de Desarrollo y demás burocracias clientelares del mundo.
La medición de la libertad económica, que todavía es un proceso gradual de ensayo y error, se basa en cinco grandes temas:

1) tamaño del gobierno,
2) estructura legal y protección de los derechos de propiedad,
3) estabilidad monetaria,
4) intercambio en el comercio internacional y
5) regulaciones sobre crédito, mercado laboral y negocios.

El ingrediente más importante de estos componentes es probablemente el correspondiente a la ley y al estado de derecho. Sin un sistema de justicia confiable, sin respeto a los contratos, sin un marco de derechos de propiedad bien definidos, se reduce la libertad de elegir y, consecuentemente, la oportunidad de mejorar el nivel de vida.
En México hemos aprendido esa lección por las malas. Este país califica bien en comercio exterior, bien en el control de la inflación, pero muy mal en ambiente de negocios e instituciones. Por ello, ocupa un lugar mediocre: número 60 entre este universo de 130 países. El reto es transformar la cultura de libertad económica para lograr los beneficios de los países que hoy obtienen las mejores calificaciones, como Hong Kong, que está en el primer puesto, Estados Unidos, Suiza y Nueva Zelanda comparten el puesto 3, Irlanda 6, Estonia 12, España, El Salvador y Panamá 30. La tesis es que solamente así se logra mejorar el nivel de vida de la población.
Las posiciones de algunos otros países Latinoamericanos son: Chile 20, Costa Rica 30, Uruguay 40, Perú 48, Guatemala 60, Bolivia 63, Argentina, Paraguay y Nicaragua 74, Brasil 88, Haití 90, Ecuador 95, Colombia 109, República Dominicana 111 y Venezuela 126.
Los niveles de libertad económica alrededor del mundo han aumentado en el último cuarto de siglo. Y el resultado parece contundente: los países del más alto cuartil en libertad económica cuentan con una producción promedio per cápita de 24.000 dólares anuales, comparado con 3.000 dólares en las naciones del más bajo cuartil. El cuartil más alto, a su vez, cuenta con una tasa de crecimiento per cápita de 2,1%, comparado con una tasa negativa de -0,2% en el cuartil más bajo. La evidencia, año tras año, es que existe una relación íntima y directa entre la libertad económica y mayores niveles de desarrollo. Estos no son sueños de algún liberal o de una ideología radical. Son hechos, números y estadísticas que apuntan claramente en una dirección y a una conclusión de importancia capital para el futuro de los países en vías desarrollo.
© AIPE

Roberto Salinas León es economista mexicano, académico asociado del Cato Institute.

jueves, 12 de octubre de 2006

Tiempos bizarros en China, Chile y EEUU

Cada vez es más difícil distinguir entre los verdaderos capitalistas y los comunistas tradicionales.

La economía de la comunista China (hoy la cuarta más grande del mundo), que hace 20 años estaba totalmente en manos del Estado, está privatizada ya en más del 50% de su producción, porcentaje que superará el 75% para 2010, según la Academia China de Ciencias Sociales. Mientras tanto, insólitamente, el Fondo Monetario Internacional insta a China a enfriar su economía, a crecer menos porque "las políticas macroeconómicas de Pekín aún no son lo suficientemente duras como para restringir el crecimiento del crédito y la inversión".

El Banco Popular de China subió el pasado 18 de agosto, por segunda vez en cuatro meses, las tasas de interés para detener un crecimiento basado en la inversión y en las exportaciones. En el primer trimestre de este año, el PIB chino aumentó un 11,3% frente al mismo periodo del año anterior.
El 1 de octubre empezó a regir el Tratado de Libre Comercio (TLC) con el Chile gobernado por simpatizantes del ex presidente comunista Salvador Allende, con la desgravación inmediata del 92% de las exportaciones chilenas al gigantesco mercado asiático y del 50% para los productos chinos. Además, el TLC con China facilitará la instalación allí de empresas chilenas grandes, medianas y pequeñas. Los estudios señalan que sólo en Shangai en el período 2001-2006 se han instalado 24 nuevas empresas chilenas de diversos tamaños.
Chile ya dio grandes pasos al suscribir acuerdos bilaterales con muchos otros países de Asia, como Corea del Sur, Singapur y Brunei y sellar un convenio de alcance parcial con la India, además de otros importantes acuerdos con EEUU y países europeos. Así, la economía estrella de la región, que dejó de ser una de las más pobres de América Latina, ya no es sólo un país en sano crecimiento sino un exportador de capitales. Las inversiones netas de chilenos en el exterior alcanzaron los 4.110 millones de dólares en el primer semestre de 2006, lo que representa un aumento de 68% en relación con igual período del año último.
EEUU captó la mayor parte de las inversiones chilenas, con un monto de 3.523 millones de dólares. Le siguen Inglaterra, con 345 millones y Suiza, con 272 millones. Los flujos de capitales de chilenos al exterior realizados entre 1975 y el primer semestre de este año alcanzan 54.559 millones de dólares.
Mientras estas cosas ocurren, "el capitalismo se cierra". El Congreso estadounidense aprobó la construcción de un muro de unos 1.200 kilómetros en la frontera con México para frenar la "inmigración ilegal", enfureciendo al gobierno mexicano que escribió al presidente George W. Bush para pedirle que no firme la ley.
"Podemos construir el muro más alto del mundo, pero no arreglará nuestro sistema de inmigración, que ha fracasado", replicó Harry Reid, el jefe de la oposición demócrata en el Senado, quien exigió una reforma migratoria más amplia para la regularización de los cerca de 12 millones de indocumentados ya radicados en Estados Unidos.
Finalmente, el presidente Bush promulgó la ley de este muro que costará 6.000 millones de dólares para la construcción de los diferentes tramos previstos y que se extenderá a lo largo de la tercera parte de la frontera mexicana con la primera economía mundial.
Para el México gobernado por Vicente Fox, "aliado" de la Casa Blanca, el muro de 1.200 kilómetros que el Congreso de EEUU aprobó construir en su frontera sur representa un agravio entre naciones.
Inevitablemente trae a la memoria el muro de Berlín y los heroicos ciudadanos que murieron al intentar cruzarlo en busca de su derecho a una vida razonable. El número de inmigrantes ilegales que mueren mientras intentan cruzar la frontera mexicana para entrar a EEUU se ha casi duplicado desde finales de la década de 1990. Fueron 472 muertes el año pasado, frente a las 241 que se registraron en 1999 y hubo un fuerte aumento en el número de mujeres y niños que perecieron. Muchos inmigrantes sufren deshidratación severa y agotamiento por calor como resultado de intentar cruzar el desierto.

Alejandro A. Tagliavini es analista político argentino.

México y la izquierda

Los pobres y la "tranquilidad de conciencia"

Para algunos católicos latinoamericanos, malformados por vagas nociones de marxismo recalentado, votar por "la izquierda" tranquiliza tanto la conciencia como dar una generosa limosna el domingo en la iglesia.
Diversos amigos latinoamericanos de mi generación vivieron la misma experiencia que yo. Fuimos indoctrinados en escuelas y universidades "católicas", después de la clase de catecismo, con nociones de marxismo recalentado y de mala economía porque se suponía que ésa, y no otra, era la "conciencia social" que debía dársenos.
Cuenta el periodista venezolano Carlos Ball, refiriéndose a la ejemplar cruzada a favor de la libertad que emprendió su amigo y colega Nicomedes Zuloaga, recientemente fallecido, que este brillante columnista pronosticaba a principios de los años 60 que, tras el programa electoral de los social cristianos del Partido Copei, aguardaba a los venezolanos el siguiente futuro: "La hoz, el martillo y la cruz; pero no la cruz que cargó Cristo para redimirnos a todos, sino la cruz de la miseria y la frustración".
Profecía cumplida.
Hoy en México no deja de causar asombro cuantas "buenas conciencias" apostaron en las recientes elecciones por una presunta "izquierda" como forma vicaria para mostrar su generosidad, su "conciencia social" y su preocupación por los "pobrecitos pobres", sin tener que sacrificar su bienestar, ni su conducta diaria en los negocios o en sociedad. Es una sorpresa similar a la de constatar que algunos de los más destacados políticos de "izquierda" en México son clientes consuetudinarios de las portadas y los reportajes de las revistas que narran vida y milagros de las celebridades adineradas, como "Caras" o "Quién".
En una prestigiosa universidad dirigida por los jesuitas en México se enseñaba –no sé si lo siguen haciendo– que la mejor forma de entender el papel social de los medios de comunicación era leer con devoción ¡la introducción a la crítica de la economía política de Karl Marx! Los modernizados profesores, muchos de ellos jesuitas, recetaban los "Cuadernos de la Cárcel" del comunista Antonio Gramsci como respuesta a las inquietudes sociales de los estudiantes privilegiados.
Algo similar, presumo, a lo que contaba el periodista francés André Frossard sobre las costumbres electorales de algunos ricos judíos en Francia en el tiempo de entreguerras: votaban invariablemente por las izquierdas para tranquilizar su conciencia, con el mismo fervor rutinario con que guardaban el sábado.
La reciente campaña electoral en México, y las secuelas que vivimos, están llenas de ejemplos similares: desde el arzobispo que lamenta que su "amigo" el otrora candidato de la izquierda le envíe alborotadores a sus misas dominicales hasta la señora para quien votar por Andrés López fue el equivalente a darle un generoso aguinaldo a "las muchachas del servicio".
En México es muy bajo, en comparación con Estados Unidos por ejemplo, el número de fundaciones altruistas en relación al tamaño de la economía pero, eso sí, tenemos adinerados de "izquierda" para dar y prestar, que salpican con agua bendita su marxismo recalentado.

© AIPE

Ricardo Medina Macías es analista político mexicano

miércoles, 11 de octubre de 2006

Venezuela cuesta abajo

Suman y siguen los fracasos

El empeño del presidente Hugo Chávez de imponer en Venezuela un proyecto político por el que nadie votó, violentando y manipulando toda legalidad y normas democráticas, está dando lamentablemente sus "frutos". Según diversos indicadores de desempeño, Venezuela es hoy uno de los 15 países que ofrece menos incentivos para hacer negocios, además de ser el quinto país del mundo con la economía más controlada.
De acuerdo a un informe del Doing Business 2007, elaborado por el Banco Mundial y la Corporación Financiera Internacional, en el cual participaron cinco mil expertos internacionales, Venezuela está "en la cola de los países de la región" en cuanto a las facilidades que da para hacer negocios. El informe se basó en indicadores como el tiempo y costo requeridos para abrir y operar una empresa, intercambio comercial, pago de impuestos y liquidación de empresa. Venezuela se ubicó entre los 15 peores países catalogados, de 175 economías analizadas, ocupando el puesto número 164. La economía mejor valorada en el mundo fue la de Singapur, con el puesto número 1, y la mejor de la región fue Chile, en el puesto número 28.
Tampoco favorecen a Venezuela los resultados del Índice de Libertad Económica 2006 de la Heritage Foundation y el Wall Street Journal. Este índice mide, a nivel mundial, el grado de regulación de los países y les otorga una puntuación del 1 al 5, siendo el 1 el mejor catalogado. Lamentablemente, Venezuela se colocó entre los 5 países con mayores regulaciones, con 4,16 puntos, sólo superado en peores resultados por Zimbabwe, Birmania, Irán y Corea del Norte.
Otro indicador del mal camino por el que lleva el chavismo "bolivariano" a Venezuela es la caída en 89,16% de las inversiones extranjeras durante el primer semestre de 2006, en relación al mismo período de 2005. Según informó la firma de consultores financieros Aristimuño Herrera y Asociados, en el primer semestre de 2006 ingresaron tan solo 63,9 millones de dólares por concepto de inversiones extranjeras, el monto más bajo desde el primer semestre de 2004, cuando Venezuela captó 185,39 millones de dólares. Esta caída es consecuencia, entre otros factores, de la falta de seguridad jurídica y personal, las políticas confiscatorias de la propiedad privada, el exceso de controles gubernamentales, así como el discurso populista y agresivo del presidente Chávez. Esto se evidencia en el detrimento de 50% de las industrias venezolanas, según cifras de la Confederación Nacional de Industriales (Conindustria).
Mientras que al presidente Chávez, ahora candidato a la reelección, no se le ocurre sino profundizar su agenda política, empecinarse en una campaña armamentista y atacar a todo lo que le huela a capitalismo y empresa privada, Venezuela sigue cuesta abajo en la rodada.

Fuente: Norka Parra de Ansuini (periodista de VenEconomía)

martes, 10 de octubre de 2006

Edmund Phelps, nuevo Premio Nobel de Economía

La tasa natural de desempleo y el crecimiento.

El estadounidense Edmund Phelps fue galardonado con el premio Nobel de Economía por sus investigaciones sobre la inflación y sus efectos en el desempleo.

Phelps, de 73 años, profesor de la Universidad de Columbia en Nueva York, demostró cómo una baja inflación en la actualidad conduce a expectativas de baja inflación en el futuro, influyendo así en las decisiones políticas de líderes de gobierno y corporaciones. La última vez que el premio Nobel de Economía contó con un solo ganador fue en 1999, cuando el canadiense Robert A. Mundell, también de la Universidad de Columbia, obtuvo el galardón por su análisis de la política monetaria y fiscal bajo diferentes sistemas de cambios.

En 1968, Phelps desarrolló su teoría más famosa, la de la "tasa natural de desempleo": según este modelo, que perfecciona los estudios de economistas precedentes como John M. Keynes y Alban W. Phillips, el equilibrio de los mercados no presupone necesariamente la eliminación de un cierto nivel de desempleo, definido por Phelps como "involuntario", y de todos modos es útil al crecimiento económico. La Academia considera que Phelps representa la figura de un pensador que "tuvo un impacto decisivo en la investigación tanto en economía como en política".

En el comunicado emitido ayer, el comité Nobel explicó por qué había otorgado el premio a Phelps: "No solamente el ahorro y la formación de capital, sino también el equilibrio entre inflación y desempleo, son fundamentales para la redistribución de la riqueza a largo plazo".

Phelps, que ha escrito varios "papers" en el Journal de Applie Economics, presentó a fines de la década de 1960 nuevos modelos sobre las relaciones entre inflación y desarrollo del desempleo, que son considerados como un importante desarrollo de las teorías económicas de John Keynes (1883-1946).

Entonces, ¿estará Chile llegando a "su" tasa natural de desempleo?. Si es así, ¿que hacer?. Claramente, con sistemas de salarios indexados por toda la economía será dificil alcanzar una tasa de menor equilibrio, necesaria para abordar las necesidades de mayor crecimiento y una consiguiente reducción del desempleo.

lunes, 9 de octubre de 2006

Incierta China

Al tiempo que la economía sigue creciendo a un ritmo vertiginoso, se están produciendo en los últimos meses en China graves retrocesos en los derechos humanos, como vienen denunciando organizaciones humanitarias internacionales. Todo ello coincide con una purga, que aún no ha concluido, de altos cargos provinciales y municipales acusados de corrupción. La más reciente y destacada ha sido la del secretario del Partido Comunista de Shanghai, la capital financiera, y miembro del Politburó, Chen Liangyu. Son señales de unos tiempos inciertos a poco menos de dos años de la celebración de los Juegos Olímpicos de verano en Pekín. Su designación como sede fue presentada por sus promotores chinos como una ocasión para estimular las democratización del inmenso país.
Sin embargo, los síntomas van en sentido contrario a esas esperanzas. Así se deduce de la proliferación de casos de violaciones de derechos humanos denunciados por organizaciones internacionales, de las restricciones al uso de Internet y a la libertad de información de las agencias extranjeras. E incluso la propia coyuntura preolímpica ha dado motivo a operaciones expeditivas de desplazamientos de población e internamiento de vagabundos y mendigos en campos de reeducación, a la vieja usanza. Todo ello refleja las debilidades de un régimen de partido único y las contradicciones de un sistema con un grave desfase entre el desarrollo económico y el político.
La destitución del líder del partido en Shanghai es debido a un caso de nepotismo y desvío de cientos de millones de yuanes del fondo municipal de pensiones para invertirlos ilegalmente en el sector inmobiliario. Aun cuando sea lógica y justa la destitución de Chen, el episodio permite también una lectura en clave de lucha dentro del partido entre quienes defienden la necesidad de atenuar los graves desequilibrios de riqueza regionales y los que, por el contrario, sostienen la validez de esa fórmula a toda costa, que ha beneficiado sobremanera a las provincias meridionales de Shanghai y Cantón.
La primera la abandera Hu Jintao, presidente y líder del partido, junto a su primer ministro, Wen Jiabao; la segunda, los seguidores del ex presidente Jiang Zemin. La batalla no está ni mucho menos resuelta pese a que las primeras señales apuntan a que el probable vencedor será Hu, que quiere llegar al congreso del partido, a finales del próximo año, con la capacidad suficiente para colocar a sus hombres de confianza en el Politburó. Pero nada excluye que el guión se tuerza en algún momento, porque la historia enseña que en el Imperio del Medio todo es posible.

La deuda social de Lula

La deuda social de Lula

Balance negativo de los tres años del izquierdista Gobierno del Partido de los Trabajadores (PT).

(fuente: El País, Madrid, España)

Según el Informe sobre los Derechos Humanos en Brasil 2005, ya no le queda tiempo al Gobierno de Lula para dar un giro y al margen del Gobierno que le suceda, de derechas o de izquierdas, la situación en adelante "puede ser explosiva".
El informe señala que las promesas que el Gobierno de Lula había hecho durante su campaña electoral sobre la reforma agraria, la alfabetización, la política indígena, la política habitacional, la creación de empleos o la defensa de la Amazonia, entre otras, no han sido cumplidas.
Entre los movimientos sociales que han redactado y firmado el documento figuran, entre otros, el Consejo Indígena Misionero (Cimi); el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST); el Foro Nacional de la Reforma Urbana y la Comisión de la Pastoral Obrera.
Brasil sigue necesitando una transformación social. El informe, de 260 páginas, alerta sobre la violencia policial, que asuela las grandes metrópolis, con números alarmantes. Más de 50.000 muertos (en el informe del 2004, eran 40.000) por violencia urbana en Brasil. En las zonas rurales, la violencia también ha aumentado. Durante este último mandato han sido asesinados 147 trabajadores del MST. En los pueblos indígenas, en este año, murieron de desnutrición 44 niños.
Alto desempleo
El desempleo abarca a casi todos los segmentos sociales en todo el país y entre los más pobres el desempleo llega al 56%. Al mismo tiempo ha empeorado sensiblemente la situación de los cortadores de caña de azúcar, una de las mayores industrias del país. Los salarios han sido reducidos al mismo tiempo que han aumentado las horas de trabajo. Ya han muerto este año 13 trabajadores por exceso laboral. Por ejemplo, cada cortador de caña realiza 9.700 golpes de machado para conseguir una media de diez toneladas diarias y el sueldo mensual es de 300 reales (120 euros).
Según los movimientos sociales incluso el programa Hambre Cero, que llega a ocho millones de familias, se ha tratado más bien de una medida política "compensataria y no estructural" para acabar con la plaga de la injusta distribución de la renta, que en Brasil es la peor del mundo despues de Haití.
En un sólo punto, el documento absuelve al Gobierno: la lucha contra la explotación laboral. Según el informe, en 2005 fueron liberados por los equipos del Ministerio de Trabajo 16.500 trabajadores y fueron fiscalizadas 119 fincas de latifundios en 56 operaciones policiales.
Según María Luisa Mendoça, directora de la Red Social de Justicia que organiza todos los años el Informe Derechos Humanos Brasil 2005, los movimientos sociales continuarán con su trabajo en la acción politica, pero con los ojos puestos más en la sociedad civil que en los procesos electorales. Para los movimientos sociales, la llegada de Lula al poder, y con él la izquierda, era la última posibilidad para un cambio social a fondo en la sociedad brasileña.
Diversos organismos del Gobierno han contradicho las conclusiones del informe poniendo de relieve las conquistas del actual Gobierno Lula en todos los campos sociales.

sábado, 7 de octubre de 2006

Libertad y Sistema Económico: Hayek.

La libertad y el sistema económico
Friedrich A. Hayek

I

La libertad y el liberalismo se han convertido en términos que se usan para describir lo exactamente opuesto a su significado histórico. En un artículo reciente en Harper's Magazine, un autor se las ha arreglado para hablar, de manera completamente inocente, acerca de la "acción unida de todos los grupos liberales bajo la dirección de los comunistas"; el editor de un seminario "liberal" escribió en serie en el apoyo de "arrebatar el comunismo a los comunistas". Estos ejemplos son notables, pero es quizás más característico de los colectivistas de izquierda disfrazarse bajo la etiqueta liberal tradicional.

Una idea común hizo posible la transición intelectual del liberalismo del siglo XIX al socialismo de hoy, su extremo opuesto: la creencia de que la libertad individual sólo puede obtenerse si rompemos el "despotismo de la necesidad física". Si la libre competencia pone en peligro de tiempo en tiempo, de manera inevitable, la subsistencia de algunos, y si la seguridad de todos sólo puede alcanzarse restringiendo la libertad de la actividad económica, entonces no parece ese precio demasiado elevado. Sería injusto negar que la mayoría de quienes quieren restringir la iniciativa privada en materia económica lo hacen con la esperanza de crear mayor libertad en esferas que conceptúan más dignas. Se ha enseñado al mundo, con tanto éxito, a creer que "el ideal socialista de libertad social, económica y política" se puede realizar de manera simultánea, en todos estos respectos, que el antiguo grito de los oponentes, de que el socialismo significa esclavitud, ha sido acallado por completo. La gran mayoría de los intelectuales socialistas de nuestro tiempo cree con sinceridad que son los verdaderos sostenedores de la gran tradición de la libertad intelectual y cultural, contraria al monstruo de un Leviatán autoritario.

Sin embargo, puede advertirse una nota de inquietud, aquí y allá, en los escritos de algunas de las mentes más independientes de nuestra época, los hombres que en general han sostenido la tendencia universal hacia el colectivismo. A ellos se ha impuesto la cuestión de si alguno de los sucesos dolorosos de las décadas pasadas son el resultado necesario de las tendencias que ellos mismos han favorecido. ¿Es un mero accidente el que la continua expansión de los poderes del Estado, que ellos han acogido como un instrumento para proporcionar mayor justicia, haya ocasionado en mucho países la desaparición de toda libertad personal y acabado con la justicia? ¿Es una mera casualidad la de que los países mismos que hace poco, comparativamente, eran mirados como socialmente avanzados, y como ejemplos dignos de imitarse, hayan sucumbido los primeros al despotismo real? ¿O no es quizás esta consecuencia el resultado, imprevisto pero inevitable, de esos mismos esfuerzos para hacer depender el destino del hombre menos de las fuerzas impersonales y quizás accidentales, y más del control humano consciente?.


Hay muchas características de nuestra situación que sugieren en forma vigorosa que esto puede ser así y que el intento de realizar algunas de las ambiciones más acariciadas y más generalmente mantenidas de nuestra época, nos ha llevado por un sendero fatal a la preservación de las conquistas más grandes del pasado. La similitud de muchos de los rasgos característicos de los regímenes "fascista" y "comunista" se hace cada vez más obvia. No pocos de los líderes intelectuales más avanzados del socialismo han admitido en forma abierta que la persecución de sus fines no es posible sin una limitación severa de la libertad individual. El pasado intelectual de los líderes autoritarios, así como el hecho de que en los estados fascistas se mire con frecuencia a un socialista como a un recluta potencial, mientras al liberal de la vieja escuela se le tiene como el archienemigo, sugieren una filiación de ideas muy diferente de la que es común suponer.

Sin embargo, es sobre todo los efectos del avance gradual hacia el colectivismo en los países que todavía acarician la tradición de libertad en sus instituciones sociales y políticas, lo que da pasto al pensamiento. La queja acerca del "nuevo despotismo" de la burocracia puede haber sido prematura y exagerada; pero quien quiera que haya tenido una oportunidad de mirar de cerca la evolución intelectual de los países que al fin sucumbieron al autoritarismo, no puede dejar de observar un cambio muy semejante, en una etapa mucho menos avanzada, en los países que aun son libres. Y muchos cambios que en sí mismos parecen bien inocentes, toman un aspecto enteramente diferente si se ven en ese escenario.

Se habla mucho acerca de los "peligros de la libertad" y de la prontitud declarada a "defenderla" contra los perversos designios de intereses siniestros. ¿Pero estamos ciertos de que sabemos con exactitud en dónde está el peligro que acecha a la libertad? ¿No debemos, al menos, detenernos y preguntar si la amenaza puede tener sus raíces en nuestras propias ambiciones y luchas? ¿Es tan evidente, como muchos creen, que el surgimiento de los regímenes fascistas fue simplemente una reacción intelectual fomentada por aquellos cuyos privilegios dañaba el progreso social? Es verdad, sin duda, que la dirección de los asuntos en estos países se arrebató de las manos de las clases obreras para ponerla en las de una oligarquía más eficiente. Pero los nuevos gobernantes ¿no se han adueñado de las ideas y los métodos fundamentales de sus opositores socialistas y comunistas transformándolos simplemente para sus propios fines?

Las posibilidades decisivas que sugiere tal análisis merecen atención mayor. Si fuera justa la sospecha de que la dilatación del control del estado sobre la vida económica, que tanto se desea, llevara necesariamente a la supresión de la libertad intelectual y cultural, esto significaría que estamos siendo testigos de una de las más grandes tragedias de la historia de la raza humana: más y más gente está siendo arrastrada por su indignación acerca de la supresión en algunos países de la libertad política e intelectual, para unirse a las fuerzas mismas que hacen inevitable la supresión final de su propia libertad. Esto significaría que muchos de los abogados más activos y sinceros de la libertad intelectual son, de hecho, sus peores enemigos, muchos más peligrosos que sus opositores declarados porque llevan al movimiento colectivista que de manera final destruye la libertad intelectual tanto como la económica, el apoyo de quienes retrocederían de horror si entendieran estas consecuencias.

Por supuesto que no es una nueva idea la de que la dirección central de la actividad económica pudiera implicar la destrucción de la libertad y de las instituciones democráticas. Con frecuencia se ha afirmado dogmáticamente tal cosa, y negado vehementemente con más frecuencia aún. En un symposium reciente sobre "sociedad planeada", encontramos a autor tras autor, preocupados en este problema, lo mismo repitiendo la acusación como intentando negarla. En realidad el profesor Gustav Cassel expone allí su temor con una claridad que no deja nada que desear. Escribe:
La economía planeada tenderá siempre a convertirse en dictadura ... la experiencia ha demostrado que los cuerpos representativos son incapaces de llenar todas las múltiples funciones conectadas con la dirección económica, sin verse envueltos más y más en la lucha entre intereses encontrados, con la consecuencia de una decadencia moral que termina en la corrupción del partidosi no en la individual. Solo restricciones deliberadas y prudentes a las funciones parlamentarias pueden salvar al gobierno representativo. La dictadura económica es mucho más peligrosa de lo que la gente cree. Una vez establecido el control autoritario, no siempre será posible limitarlo al campo económico.


Sería útil inquirir si esto tiene que ser así necesariamente, o si, como aún el profesor Cassel sugiere a medias, la coincidencia es accidental.

Un examen cuidadoso de la transición sufrida por países que hasta hace poco parecían los más "avanzados" en la esfera social y política y que ahora han pasado a una etapa a la que nos inclinamos a asociar con el distante pasado en realidad revela un marco de evolución que sugiere que no fueron accidentes históricos desafortunados, sino que una similitud de los métodos aplicados para alcanzar fines ideales, ideales que aprobaban casi todos los hombres de buena voluntad, tenían que producir consecuencias por completo imprevistas. Se hará aquí un intento para destacar estas conexiones que pueden descubrirse entre la economía planeada y la dictadura y demostrar porque deben mirarse como un marco más o menos inevitable, dictado por características que están entretejidas con la idea misma de una sociedad planeada.

El punto principal es muy simple. Es que la planeación económica general, a la que se mira como necesaria para organizar la actividad económica dentro de lineamientos más racionales y eficientes, presupone un acuerdo mucho más completo sobre la importancia relativa de los diferentes fines sociales del que en realidad existe, y que, en consecuencia, la autoridad planeadora, para que le sea posible planear, debe imponer a la gente el código detallado de valores que falta. Imponer tal detalle significa más que leer solo un código, detallado en vagas fórmulas generales que la gente está dispuesta a veces a aceptar con relativa facilidad. Debe hacerse creer a la gente en el código particularizado de valores, porque el éxito o el fracaso de la autoridad planeadora puede depender, de dos maneras diferentes, de si tiene éxito en crear esa creencia. Por una parte, sólo si la gente cree en los fines a los que el plan conduce, obtendrá el apoyo entusiasta necesario; por otra se considerará feliz el resultado sólo si los fines alcanzados los considera justos la generalidad.



II

Una exposición más completa debe empezar con los problemas que surjan cuando una democracia se embarca en la corriente de la planeación económica. Aun cuando las consecuencias políticas cabales de la planeación se revelan, por lo general, sólo después de que han conducido a la destrucción de la democracia, es durante ese proceso de transición cuando puede verse mejor por qué la libertad personal y la dirección central de los asuntos económicos son irreconciliables y en dónde surge el conflicto.

Antes de abordar esa tarea, es necesario, sin embargo, despejar la niebla de confusión y ambigüedad que envuelve al término "planeación". A menos de ser muy cuidadoso a este respecto, hay un gran peligro de que la vaguedad del término conduzca a argumentar con propósitos encontrados y de que la fuente real del peligro ante el cual estamos se malentienda. Incidentalmente, estas reflexiones pueden capacitarnos para obtener una distinción algo más aguda entre el verdadero liberalismo que, podrá argüirse, sólo es compatible con la libertad, y el socialismo y el colectivismo en todas sus formas que como el razonamiento demostraráno puede reconciliarse con las instituciones libres y democráticas.

La confusión acerca de la cual hablamos es particularmente peligrosa porque la planeación en el sentido estricto, sobre la cual gira toda la controversia, debe en gran parte su general atracción al hecho de que la misma palabra "planeación" se aplica también para describir la aplicación de la razón a los problemas sociales en general aplicación que, sin duda, es indispensable si queremos tratar estos asuntos con inteligencia, y a la que es imposible objetar en un terreno racional. El llamado a la razón que lleva en sí la palabra "planeación" a causa de esta segunda connotación, probablemente explica en buena parte su popularidad cuando se usa con vaguedad. Sin embargo, hay un mundo de diferencias entre la planeación económica en el sentido estricto del término y la aplicación de la razón a los problemas sociales en general.

Podemos "planear" un sistema de reglas generales, aplicables de igual manera a toda la gente y con intención de que sean permanentes, aun cuando sujetas a revisión al crecer los conocimientos, que provee de un marco institucional dentro del cual se deja a los individuos las decisiones de lo que hay que hacer y cómo ganarse la vida. En otras palabras, podemos planear un sistema en el cual se da a la iniciativa individual el campo más amplio posible y la mejor oportunidad de obtener una coordinación efectiva del esfuerzo individual. O podemos "planear" en el sentido de que la acción concreta de los diferentes individuos, la parte que cada persona debe representar en el proceso social de producciónqué es lo que hará y cómo lo hará lo decida el agente planeador. Planeación en el primer sentido significa que la dirección de la producción se ocasiona por la combinación libre del conocimiento de todos los participantes, con precios que trasmiten a cada uno la información que los ayuda a relacionar sus acciones con las de los otros. Sin embargo, la planeación de los planeadores de nuestra épocala dirección central de acuerdo con una calca social preconcebidaimplica la idea de que algún grupo de individuos, o en último caso alguna mente individual, decide por la gente lo que ésta debe hacer en cada momento.

Mientras haya esta distinción entre la construcción de un sistema legal racional bajo cuyo imperio la gente será libre para seguir sus preferencias, y un sistema de órdenes específicas y prohibiciones, es bastante clara como principio general, no es fácil definirla con exactitud y a veces es muy difícil aplicarla a un caso concreto. Sin duda esta dificultad ha contribuido más aún a confundir la distinción entre la planeación mediante la libertad y la planeación por medio de la interferencia constante. Es esencial desarrollar algo más esta distinción crucial, si bien hacer un examen satisfactorio de esta cuestión rebasaría los límites de este esquema.

Construyendo un marco racional de reglas generales y permanentes, se crea un mecanismo por medio del cual se dirigirá la producción, pero no se toma una decisión consciente acerca de los fines a los cuales se encamina. Las leyes tienen por mira principal la eliminación de la incertidumbre posible de evitar, estableciendo principios de los cuales puede deducirse en un momento dado, quién puede disponer de determinados recursos, y evitar el error innecesario previniendo el engaño y el fraude. No se hacen estas reglas, sin embargo, con la esperanza de que beneficien a A y dañen a B. Ambos podrán escoger su posición dentro de la ley y ambos se encontrarán en un posición mejor a la que tendrían si no existiera ley alguna. Esta reglas (derecho civil y criminal) son generales no solo en el sentido de que se aplican por igual a todos, sino también en el de que los ayudan a conseguir sus varios fines individuales, de manera que, a la larga, todos tienen oportunidad de beneficiarse de su existencia. El hecho mismo de que la influencia de sus efectos sobre individuos diferentes no pueda preverse, porque se esparcen con demasiada amplitud y se intenta que las reglas mismas permanezcan en vigor por un periodo muy largo, implica que en la formulación de tales reglas no se necesita, o pueda hacerse, una elección deliberada entre la necesidad relativa de diferentes individuos o de grupos diversos, y que el mismo conjunto de reglas es compatible con las más variadas opiniones individuales acerca de la relativa importancia de cosas diferentes.

Ahora bien, debe admitirse que los primeros liberales no se han empeñado consistentemente en la tarea de crear un marco legal racional. Después de vindicar, basados en razones utilitarias, los principios generales de la propiedad privada y de la libertad contractual, se han quedado cortos al aplicar el mismo criterio de conveniencia social a las formas históricas específicas de la ley de propiedad y de contrato. Sin embargo, debiera haber sido obvio que la cuestión del contenido exacto y las limitaciones específicas de los derechos de propiedad, y cómo cuándo el estado obligaría al cumplimiento de contratos, exige tanta consideración por razones utilitarias como el principio general. Por desgracia, sin embargo, muchos de los liberales del siglo XIX, después de haberse satisfecho a sí mismos con la justificación del principio general, cuya aceptación se habían negado, con razón, a admitir como un dictado del derecho natural, se sintieron del todo contentos al aceptar la formulación de la ley de entonces, como si aquella fuera la única concebible y natural. Un cierto dogmatismo a este respecto, que con frecuencia tenía la apariencia de una repugnancia a razonar estos problemas, condujo a un punto muerto prematuro esta clase de planeación, arrojando en el descrédito a la doctrina liberal toda.

La "planeación" en el segundo y más estrecho sentido, que es el tópico de discusión en nuestros días, sería descrita con más exactitud, siguiendo el término francés économie dirigée, como un sistema de "economía dirigida". Su esencia es que la autoridad central tiene a su cargo el decidir el uso concreto de los recursos disponibles, que las miras y la información de la autoridad central gobiernen la selección de las necesidades que tiene que ser satisfechas y los métodos de su satisfacción. Aquí la planeación no se confina ya a la creación de condiciones que surten su efecto porque los particulares, en sus decisiones, las conocen de antemano y las toman en cuenta. Los reglamentos y las órdenes se hacen con la intención de revisarlas y varían en conexión con un cambio de circunstancias, las cuales, dentro del primer tipo de planeación, hubieran conducido simplemente a un respuesta diversa de los productores interesados. La previsión de los individuos no se usa ya aquí para conseguir que cada cambio en las circunstancias se registre en la estructura de precios en cuanto alguien lo descubra o espere. El conocimiento que guía la producción no es ya el conocimiento combinado de la gente que tiene a su cargo inmediato las distintas operaciones de ella; es el conocimiento de la pocas mentes directrices que participan en la formulación y ejecución de un plan dispuesto conscientemente. El mecanismo de precios, único del que se sabe que puede utilizar el conocimiento de todos, se descarta en favor de un método que utiliza exclusiva y consistentemente el conocimiento y opiniones de unos cuantos. La planeación en este sentido es la que ahora se usa en forma creciente cuando a una industria se le dice que no exceda un cierto límite de producción o que no aumente su equipo; cuando a otra se le impide vender más bajo (o mas alto) de un precio determinado; cuando se prohibe a un propietario explotar cierta mina o cultivar determinada superficie, cuando se restringe el número de talleres o cuando se subvenciona a un productor para que produzca en un lugar y no en otro, y en el número infinito de medidas de un especie similar. Es en particular la planeación en este sentido la que implica, como veremos, toda reorganización de la sociedad según lineamientos socialistas.

No se intenta negar aquí que alguna de planeación central de esta clase será siempre necesaria. Hay campos incuestionables, como la lucha contra las enfermedades contagiosas, en los que el mecanismo de precios no es aplicable, sea porque a algunos servicios no puede ponérseles precio, o por que un objeto evidente, deseado por una mayoría abrumadora, sólo puede alcanzarse si se coerciona a una pequeña minoría opuesta. Sin embargo, el problema que estamos examinando no es si el sistema de precios debe suplementarse o si debe encontrársele un sustituto cuando la naturaleza del caso lo haga inaplicable, sino si debe suplantársele cuando las condiciones para su funcionamiento existen o pueden ser creadas. La cuestión es si podemos conseguir algo mejor por la colaboración espontánea del mercado, y no si han de proporcionarse en alguna otra forma servicios necesarios que no pueden ser objeto de un precio y que, por lo tanto, no podrán obtenerse en el mercado.

La creencia de que la planeación central en ese sentido es necesaria para conseguir una actividad productora más "racional" esto es, para obtener una producción general mayor en algún sentido técnico, de manera que todos salieran ganando con ello es, sin embargo, sólo una de las raíces para clamar por tal planeación. Sería interesante demostrar, si bien imposible dentro del espacio disponible, cómo esta creencia se debe en gran parte a la intromisión en la discusión de los problemas sociales de las preconcepciones del científico puro y del ingeniero, que han dominado la perspectiva del hombre educado durante los cien años últimos. Para una generación educada en estas miras, que ha crecido en medio de esta opiniones, cualquier sugestión de que un orden y una reacción intencionada puedan existir, sin deberes a la acción consciente de una mente directriz, era en sí misma "un desecho medieval", un retazo de teología ridícula que todas las conclusiones basadas en tales argumentos viciaban y desacreditaban. Sin embargo, puede demostrarse de una manera que nunca ha contradicho quien haya entendido el problema, que la colaboración inconsciente de los individuos en el mercado conduce a la solución de problemas que, aun cuando ninguna mente individual haya formulado jamás estos problemas en una economía de mercado, tendrían que ser resueltos de manera consciente por el mismo principio en un sistema planeado. Dentro del sistema de precios la solución de estos problemas es impersonal y social en el sentido estricto del término; por eso, apenas si podemos indicar de paso el curioso salto intelectual por el cual muchos pensadores, después de ensalzar la sociedad en su conjunto como infinitamente superior e insistir que en cierto sentido es algo más que una mera colección de individuos, todos concluyen pidiendo que no debe dejársela guiar por sus propias fuerzas sociales impersonales, sino que debe estar sujeta al control de una mente directriz, que es, por supuesto, en último análisis, la mente de un individuo.

Tampoco es posible, dentro de los límites de este ensayo, demostrar por qué esta creencia en la mayor eficiencia de una economía planeada no puede defenderse con razones económicas. De cualquier manera, la reciente discusión de estos problemas, por lo menos ha creado grandes dudas acerca de esta creencia, y muchos de los partidarios de la planeación se contentan con la esperanza de tener éxito al hacer llegar tal sistema de planeación, por lo menos en lo que concierne a una racionalidad formal, muy cerca de los resultados de un sistema de competencia. Pero puede decirse con razón que no es ésta la cuestión decisiva. Muchos planeadores se conformarían admitiendo una considerable disminución de la eficiencia si a este precio se pudiera lograr mayor justicia distributiva. Y esto nos lleva en realidad a la cuestión decisiva. La decisión última a favor o en contra del socialismo no puede descansar en un terreno puramente económico, ni basarse en la determinación de si es probable que se obtenga de la sociedad una producción mayor o no menor con los sistemas alterno en cuestión. Las miras del socialismo, al igual que el costo de su logro, pertenecen sobre todo a la esfera moral. El conflicto es más bien de ideales distintos al mero bienestar; por eso la dificultad estriba en que estos ideales en conflicto viven todavía juntos en los pechos de mucha gente sin que ellas se enteren del conflicto. Nuestra elección final habrá de basarse en consideraciones semejantes a las que aquí hemos examinado.

Es verdad innegable que en tanto que a la planeación en el sentido específico no se le pide hacer la producción más racional en algún sentido formal, se la necesita si el relativo bienestar de gente diferente debe hacerse conformar con algún orden preconcebido, y que una distribución de rentas que corresponda a alguna concepción absoluta de los méritos de gente diferente sólo puede alcanzarse por la planeación. De hecho, este argumento de justicia, y no el de la mayor racionalidad, es el único que puede adelantarse legítimamente en favor de la planeación. Es también por la misma razón que todas las formas de socialismo implican la planeación en este sentido específico. La "sociedad" no puede posesionarse de todos los instrumentos materiales de producción sin echarse a cuestas o decidir sobre el propósito y la forma en que habrán de usarse. No es esto menos cierto de los sistemas de "competencia socialista" que se han propuesto recientemente como una solución a las dificultades de cálculo en un sistema más centralizado que en los esquemas más antiguos de la planeación socialista.

También debe añadirse aquí que la planeación de esta clase, si ha de hacerse racional y consistentemente, no puede limitarse por mucho tiempo a la intervención local o parcial en el funcionamiento del sistema de precios. En tanto que la acción del estado se limite a suplementar ese funcionamiento satisfaciendo determinadas necesidades colectivas, o dando a todos la misma seguridad contra la violencia o las enfermedades infecciosas, deja al sistema de precios intacto en su esfera. Pero en cuanto el estado intenta corregir los resultados del mercado y controlar los precios y las cantidades a producir a fin de beneficiar a clases o grupos determinados, será difícil detenerse a mitad del camino. No es necesario pasar revista a los argumentos económicos familiares que enseñan por qué el mero "intervencionismo" se destruye a sí mismo y se contradice, y cómo, si el propósito central de intervención ha de alcanzarse, la intervención debe dilatarse hasta convertirse en un sistema comprensivo de planeación. Pero es pertinente subrayar, en conexión con esto, ciertos factores sociológicos que funcionan en el mismo sentido. Es indudable que la desigualdad se tolera con más facilidad si se debe a accidente, o por lo menos a fuerzas impersonales, que cuando se debe a designio. La gente se someterá al infortunio que puede herir a cualquiera, pero no con tanta facilidad al sufrimiento que es el resultado de la decisión arbitraria de la autoridad. La insatisfacción con la suerte propia crecerá de manera inevitable con la conciencia de que es el resultado de la decisión humana. Una vez que el gobierno se ha embarcado en la planeación en bien de la justicia no puede rehusar la responsabilidad por la suerte de cualquiera. En particular no podrá rehusar protección por las consecuencias de cualquier cambio que se mira como inmerecido. Pero mientras haya un resto de mercado libre, cada cambio individual será en detrimento de algunos, aun cuando el resultado del progreso beneficie a todos al final. Por lo tanto, no hay progreso en el que quien participa en las formas aceptadas para hacer las cosas no tenga interés en detener. Por lo tanto, la gran ventaja del sistema de competencia está exactamente en el hecho de ofrecer un premio a la previsión y a la adaptabilidad y en el hecho de que uno tiene que pagar por él si desea permanecer en una ocupación que ha llegado a ser menos necesaria. Cualquier intento de indemnizar a la gente por las consecuencias de cambios que no han sido previstos por ellos, hace ineficaces las fuerzas del mercado y necesario poner la dirección central en el lugar de ellas.


III


La gran popularidad de que goza hoy la idea de la dirección central en toda actividad económica se explica con facilidad por dos hechos: por una parte, los expertos prometen a la gente mayor bienestar si se "organiza" la industria según lineamientos racionales, y, por otra, que es tan obvio que los fines particulares que cada individuo desea más se alcanzarán por la planeación. Pero si la gente concuerda acerca de la deseabilidad de la planeación en general, sus acuerdos acerca de los fines a los que servirá la planeación tendrán necesariamente que ser reducidos a alguna fórmula general como el "bienestar social", el "interés general", el bien común, mayor igualdad o justicia, etc..." La concordancia sobre tal fórmula general, sin embargo, no es suficiente para determinar un plan concreto, aún suponiendo que todos los medios técnicos nos son concedidos. El hecho, triste pero innegable, es que todas estas fórmulas que se usan con tanta libertad, resultan no tener contenido en cuanto intentamos usarlas como guías en cualquier decisión concreta sobre la planeación económica. Esta implica siempre el sacrifico de unos fines en favor de otros, un balancear los costos y resultados, una elección entre posibilidades alternas; por eso la decisión presupone siempre que todos los diferentes fines se alinean en un orden definido de acuerdo con su importancia, un orden que señala a cada objetivo una importancia cuantitativa que nos dice sacrificando qué de otros fines vale la pena intentarlos y qué precio sería demasiado alto.

Para ver las consecuencias últimas que implica, sólo necesitamos visualizar por un momento el tipo de cuestiones específicas que la autoridad planeadora ha de decidir. No sólo tiene que decidir entre, digamos, luz eléctrica para el campesino o baños para el trabajador industrial urbano, sino también de decidir, de tenerse como más importante la instalación de luz eléctrica en cien haciendas que el aprovisionamiento de baños para cincuenta familias de la clase trabajadora, si debiera dar la preferencia a la petición de los campesinos, de poder instalar sesenta baños para familias de la clase trabajadora. El planeador no sólo debe saber si es urgentemente necesario un médico o un profesor adicional; sino que deberá saber cómo escoger, si al costo de preparar tres doctores puede entrenar cinco maestros de escuela, y si puede, al mismo costo, preparar seis maestros, y así por el estilo. La decisión de si un proyecto de construcción de alojamiento ha de iniciarse en una ciudad o en otra, o si la mayor urgencia de las necesidades de un lugar compensa el costo más alto de construir ahí; la decisión de si el costo de una población dispersa es hasta cierto punto mayor o menor que las ventajas estéticas y culturales obtenidas de ahí, solo pueden ser arbitrarias, esto es, no hay , dentro de amplios límites, razones con las que una persona pueda convencer a otra de que una decisión era más razonable que la otra. Sin embargo, el planeador, al tomar una decisión debe dar preferencia, debe crear distinciones de valor o mérito, y, por eso, un plan de conjunto implica de manera inevitable una escala cabal de valores. El acuerdo sobre un plan particular exige, por lo tanto, mucho más que el acuerdo sobre alguna regla ética general; requiere algo más que adhesión a cualquiera de los códigos éticos que hayan existido; requiere para la sociedad como un todo la misma clase de escala completa cuantitativa de valores que la que se manifiesta en la decisión de cada individuo, con la diferencia de que en una sociedad individualista el acuerdo entre los individuos acerca de ella no es necesario ni está presente.

La idea de que un sistema económico completamente planeado o dirigido, puede y se usaría para lograr la justicia distributiva, de hecho presupone la existencia de algo que no existe y que nunca ha existido: un código moral completo en el cual los valores relativos de todos los fines humanos, la importancia relativa de todas las necesidades de todas las diferentes personas, tienen asignado un lugar definido y una importancia cuantitativa definida. Si tal código completo, difícil aun de concebir, existiera, entonces la planeación haría surgir pocas dificultades políticas. Pero ninguna mente sola es lo bastante comprensiva para formarse siquiera una concepción individual de una escala comprensiva de miras y deseos humanos. Y aún menos ha habido o puede haber acuerdo sobre tal código, entre cierto número de individuos, para no hablar de un acuerdo entre la mayoría de ellos. Pero podemos hablar de la existencia de un código ético semejante solo en la medida en que haya ese acuerdo. Tal código completo, que lo requeriría una economía completamente dirigida, tendría que decidir, en efecto, cómo debería hacerse cada acción humana. Ningún código religioso o moral conocido por lo menos entre la gente civilizada, con una alto grado de diferenciación entre los individuos se ha aproximado a tal sistema ni aún en una extensión limitada.


Esta idea de un código ético completo en realidad la idea de cualesquiera diferencias en la comprensión de diferentes códigos morales no es siquiera familiar. Todavía es una idea a la que tenemos que acostumbrarnos la de que hay cuestiones que son "morales" cuando se plantean, pero para las cuales la "moralidad" no da respuesta si no hay valores establecidos sobre la base de lo que hay que decidir y que en consecuencia, tales valores tendrían que crearse deliberadamente si la cuestión fuera a contestarse. Y, sin embargo, es este el problema que hace surgir de manera inevitable la sugestión de que la dirección unificada de la actividad individual deba usarse en servicio de la justicia social, y debemos cuidar de reducir a al mínimo una dificultad solo por tener un carácter con el cual no estamos familiarizados. El hecho es que en cuestiones de esta clase, por no haber constituido un problema para nadie, no ha habido ocasión de buscar una respuesta y menos aún de hacer surgir una opinión común concerniente a ellas. Estas cuestiones pueden contestarse en forma racional y todos los actos de los miembros de una sociedad planeada habrán de guiarse por la respuesta sólo cuando tratamos de hacer explícito en una discusión y decisión deliberadas lo que antes decidía el azar, o por lo menos las fuerzas impersonales del mercado.

Debe al menos indicarse, antes de abandonar este asunto, que al desarrollo de la civilización humana en el pasado lo ha acompañado un movimiento de (en este sentido) sistemas morales más o menos comprensivos. Del miembro de una tribu primitiva cuya vida diaria es una sucesión de actos a los que regula un ritual firmemente establecido, al individuo de una sociedad feudal cuyo status fijo determinan los títulos a la vida a las cuales tiene derecho, hasta nuestros propios días, el desarrollo ha sido hacia un vida en la cual el gusto y la preferencia individuales gobiernan sobre un área cada vez mayor. El cambio que la planeación central hace necesario, requeriría un retroceso completo de esta tendencia por lo cual las reglas moralesy legales han tenido por centurias a convertirse en más formales y generales y menos específicas.

Pero nuestro problema no es ahora si debemos o no tener un código moral completo y comprensivo que proporcione una base de planeación en aras de la justicia social, generalmente aceptada. La cuestión es si existe algo próximo a tal código completo, esto es si la mayoría de la gente;, o aun solo aquellos a quienes los demás miran como los mejores y más prudentes, están de acuerdo por lo menos en los principales problemas de valor que un intento de planeación haría surgir. Y no puede haber duda de que la respuesta a esto es negativa: no podrán encontrarse cuando se las necesite; habrán de crearse.

IV

Estas excursiones por lo que puede parecer remota especulación sobre cuestiones de filosofía moral, no dejan de ser pertinentes a nuestro problema concreto. Podemos volver ahora a la cuestión de lo que pasa cuando una democracia empieza a planear y descubre que estas consideraciones generales tienen aquí aplicación inmediata. El hecho de que un cierto acuerdo, que no existe en una sociedad libre, lo requiera el fin de traducir el acuerdo aparente sobre la deseabilidad de la planeación en un acción concreta, tiene dos consecuencias importantes. En primer lugar, es la causa de la notoria inhabilidad de las asambleas democráticas para realizar lo que en apariencia es el deseo expreso de la gente, porque solo cuando las instrucciones vagas tienen que traducirse en acciones específicas, es cuando la falta real de ajuste se manifiesta. El segundo efecto de la misma causa, que aparece siempre que una democracia intenta planear, es la admisión de que si la planeación eficiente debe hacerse en un campo particular, la dirección de los asuntos debe "sacarse de la política" y ponerse en manos de funcionarios permanentes o de cuerpos autónomos. Usualmente se justifica esto por el carácter "técnico" de la decisión a tomar, carácter para el cual los miembros de una asamblea democrática no están calificados. Pero esta excusa no va a la raíz del asunto. Las alteraciones en la estructura del derecho civil no son menos técnicas y no más difíciles de apreciar en todas sus implicaciones; sin embargo, nadie ha sugerido todavía, seriamente, que su legislación debe delegarse a un cuerpo de expertos. El hecho es que en estos campos la legislación no se llevará más lejos de lo que pueden permitir las reglas generales sobre las cuáles existen el acuerdo de una verdadera mayoría. Pero en la dirección de la actividad económicade transporte o de planeación industrial los intereses por reconciliar son tan divergentes que ningún acuerdo verdadero sobre un plan único puede alcanzarse en una asamblea democrática. Cualquier decisión implica entonces la elección directa y consciente entre la satisfacción de necesidades particulares de un grupo y las de otro. Con frecuencia habrá una gran mayoría a quien se afecta ligeramente en un sentido y unos pocos afectados en otro. Si la acción fuera a depender del acuerdo de una mayoría numérica, ninguna acción podría ejecutarse. Pero con el propósito de poder extender la acción más allá de las cuestiones sobre las que existe el verdadero acuerdo, las decisiones se reservan a unos cuantos representantes de los "intereses" más poderosos.

Pero este expediente de "delegación" no es bastantes efectivo para apaciguar la insatisfacción que debe crear la importancia de la democracia entre todos los amigos de la planeación extensiva. La delegación de decisiones especiales a numerosas organizaciones separadas presenta en si misma un nuevo obstáculo para la coordinación propia de los planes en campos diferentes. Aun si, por este expediente, la democracia tiene éxito al planear cada sector de la vida económica por separado, todavía seguirá siendo impotente con respecto a la tarea mayor de un plan comprensivo para todos los sectores considerados en conjunto. Muchos planes especiales no forman todavía un todo planeado; de hecho, como los planeadores deben ser los primeros en admitir, pueden ser peores que ningún plan. Pero como es natural, la legislatura vacilará en delegar las decisiones sobre problemas realmente vitales. Al final, el acuerdo de que la planeación es necesaria, al par que la inhabilidad de las asambleas democráticas para concordar un plan determinado, debe reforzar la demanda de que al gobierno, o a un solo individuo, se le deben dar poderes para actuar bajo su propia responsabilidad. Cada vez se acepta más y más la creencia de que si uno quiere conseguir las cosas hechas, el director responsable de los asuntos debe libertarse de las trabas de los procedimientos democráticos.

Es un hecho de la máxima importancia el de que el creciente descrédito en que ha caído el gobierno democrático se debe a que sobre la democracia han caído tareas para las cuales no está preparada. Es este un hecho que todavía no se reconoce en forma adecuada. El gobierno por acuerdo sólo es posible si su acción se limita a objetos sobre los cuales la gente tiene opiniones comunes. Si primero decimos que debe actuar sobre cierta cuestión e inquirimos después si existe acuerdo sobre cómo debe actuar, podemos encontrarnos con que tenemos, o que obligar a la gente a concordar, o a abandonar el gobierno por acuerdo o ambas cosas. Y mientras más se extienda la esfera de acción del gobierno, mayor es la posibilidad de que surja esta situación. La posición fundamental es simplemente que la probabilidad de acuerdo de una porción importante de la población sobre un método particular de acción decrece a medida que la esfera de actividad del estado se dilata. Hay ciertas funciones del estado sobre cuyo ejercicio debe existir, prácticamente, la unanimidad; habrá otras sobre las cuales existirá el acuerdo de una mayoría importante, y así hasta llegar a campos en los que, si bien cada individuo pudiera desear que el estado interviniera en algún sentido, habrá casi tantas consideraciones acerca de cómo debe actuar el gobierno, cuántas personas diferentes haya.

El gobierno democrático trabajó con éxito en tanto que, mediante un credo ampliamente compartido, las funciones del estado se limitaron a campos en los que podía alcanzarse un acuerdo real entre una mayoría. El precio que tenemos que pagar por un sistema democrático es la restricción de la acción del estado a los campos en donde puede obtenerse el acuerdo; este es el gran mérito del credo liberal: reducir la necesidad de acuerdo a un mínimo compatible con la diversidad de opiniones individuales que existirían en una sociedad libre. Con frecuencia se dice que la democracia no toleraría el capitalismo. Si "capitalismo" significa aquí una sociedad de competencia basada en una disposición libre de la propiedad privada, es mucho más importante observar que sólo el capitalismo hace posible la democracia. Y si un pueblo demócrata llega a estar bajo la racha de un credo anticapitalista, querrá decir que la democracia se destruirá a si misma de manera inevitable.

Si la democracia tuviera que abdicar su control sobre la vida económica, aun pudiera mirarse esto como un mal menor comparado con las ventajas que se esperan de la planeación. En realidad muchos de los partidarios de la planeación se dan plena cuentay tienen que rendirse ante el hechode que si la planeación tiene que ser democracia efectiva, habrá que echarla por la borda en cuanto toca a la legislación económica. Mr. Stuart Chase cree que puede asegurarnos que la "democracia política puede subsistir si no toca las cuestiones económicas". Es, sin embargo, una falacia fatal creer que el gobierno autoritario puede limitarse a asuntos económicos. El hecho trágico es que la dirección autoritaria no puede restringirse a la vida económica, sino que está obligada a extenderse y a convertirse en "totalitaria" en el sentido estricto de la palabra. El dictador económico pronto se verá forzado, aún contra sus deseos, a asumir la dictadura sobre toda la vida política y cultural del pueblo. Ya hemos visto que el planeador no sólo debe traducir los "fines", vagos y generales, que rigen la aprobación popular en una escala de valores concreta y detallada, sino que también debe, si quiere actuar, hacer creer al pueblo que el código de valores particular y detallado que él impone, es el justo. Se ve forzado a crear esta unicidad de propósito que fuera de las crisis nacionales como la guerra falta en una sociedad libre. Más aún, si ha de permitírsele llevar a cabo el plan que él cree justo, debe retener el apoyo popular esto es, debe aparentar, a toda costa, tener éxito.

Es en vano condenar al dictador llevado al poder por el deseo universal, por el uso consistente y enérgico de los poderes del estado para hacer enchufar dentro de sus planes los deseos y ambiciones de la gente. La acción "racional" solo es posible al servicio de un sistema dado de fines, y si la sociedad como un todo va a actuar racionalmente, debe dársele una escala completa de valores. El dictador descubrirá desde un principio que si quiere realizar el deseo del pueblo, tendrá que decirles lo que éste debe desear. No necesitamos ir a los países autoritarios para encontrar ejemplos de esta tendencia. No hace mucho, Mr. Henry A. Wallace encontró necesario advertir al pueblo americano "que el apego nacional firme a una ruta fija, internacional o intermedia, requiere también un cierto grado de opinión regimentada". ¿Qué podemos esperar de un hombre que tiene que organizar un plan gigantesco, si es ésta la lección que saca un hombre de estado responsable de los experimentos comparativamente moderados de planeación hechos en los Estados Unidos? Si no hay actividad ni relación humana que deje de regular el estado, ¿cómo puede quedar libre la opinión acerca de estas cosas?

La decisión del planeador acerca de la importancia relativa de fines en conflicto, es por necesidad una decisión acerca de los méritos relativos de diferentes grupos e individuos. La planeación se convierte necesariamente en planeación a favor de unos y en contra de otros. En efecto, los gobiernos autoritarios admiten esto cuando insisten en el predominio de la política sobre la economía; y uno de los principales sociólogos de la Alemania actual lo ha establecido así en forma explícita, al escribir:

Planear significa, en el más alto grado, tomar posiciones a favor y en contra de distintas fuerzas e intereses, un compromiso de larga duración a favor de un lado o de otro... El hecho de que la planeación signifique tomar partido o de otro... El hecho de que la planea presentando intereses particulares determinados como los intereses de todos...


Claro que el problema no es el de que las diferentes personas afectadas no tengan las opiniones más decididas acerca de los méritos relativos de sus respectivos deseos; más bien es el de que estas opiniones son irreconciliables. Pero para que el terreno en el cual descansan las decisiones más o menos arbitrarias de la autoridad deba parecer justo, ha de basarse en algún ideal fundamental en el cual se supone que todos creen. La distinción inevitable entre las personas debe transformarse en una distinción de rango, más conveniente y naturalmente, basada en el grado en que la gente participe y apoye con lealtad el credo del gobernante. Y aclara más la posición si la aristocracia de credo, en el extremo de la escala, corresponde, en el otro, una clase de descastados, cuyos intereses pueden sacrificarse en todos los casos a los de las clases privilegiadas.

Por lo tanto, la conformidad con las ideasguias no puede mirarse como un mérito especial, aún cuando los que sobresalen por su devoción al credo sean premiados. Aquélla debe exigirse de todos. Toda duda que se arroje sobre la rectitud de los fines buscados o de los medios escogidos, conduce a disminuir la lealtad y el entusiasmo, y, por lo tanto, debe tratarse como sabotaje. La creación e imposición del credo común y de la creencia en la sabiduría suprema del gobernante se convierte en un instrumento indispensable para el éxito del sistema planeado. El uso sin misericordia de todos los posibles instrumentos de propaganda y la supresión de toda expresión de oposición, no es un acompañamiento accidental de un sistema con dirección central, sino que es una parte esencial de él. No puede limitarse la coerción moral a aceptar el código ético en el que se funda todo el plan. Está en la naturaleza de las cosas que muchas de las partes de este código, muchas de las partes de la escala de valores sobre las que se funda el plan, nunca podrán formularse explícitamente. Solo existen implícitas en el plan. Pero esto significa que cada parte del plan, de hecho toda la acción del gobierno o de sus agencias, deben volverse sacrosantas y estar exentas de toda crítica.

Sin embargo, sólo por la fuerza es posible suprimir la expresión pública de la crítica. Pero la dudas que nunca se manifiestan y la vacilación que nunca se expresa tienen efectos igualmente insidiosos, aún existiendo sólo en la mente de la gente. Todo lo que pueda inducir al descontento debe apartarse de ella. Las bases de comparación con las condiciones en otras partes, el conocimiento de posibles alternativas del camino tomado, la información que pueda sugerir fracaso de parte del gobierno para vivir de conformidad con sus promesas, para sacar ventaja de las oportunidades para mejorar la suerte del pueblo, todo esto debe suprimirse. En consecuencia, no hay campo en el que no quiera implantarse el control sistemático de las informaciones. No es accidental que el gobierno que pretenda planear la vida económica sostenga su carácter totalitario: no puede hacer otra cosa si desea permanecer fiel a la intención de planear. La actividad económica no es un sector de la vida humana que pueda separarse del resto; es la administración de los medios con los cuales tratamos de alcanzar todos nuestros diferentes fines. Quien quiera que se haga cargo de estos medios, debe determinar cuáles fines van a servirse, qué valores van a tratarse más alto y cuáles más bajo, en suma en qué hombres debe creerse y apoyar. Y el hombre mismo se convierte en poco más que un medio para la realización de las ideas que deben guiar al dictador.

Quizás no sea innecesario añadir aquí que esta supresión de la libertad individual no es tanto el resultado de la transición de la democracia a la dictadura, como ambas lo son de la enorme dilatación del campo de acción del gobierno. Aun cuando, indudablemente, la democracia es, hasta cierto punto, una salvaguardia de la libertad personal y su decadencia se debe al hecho mismo de que dificulta la supresión de la libertad, nuestro problema no es principalmente el de un cambio constitucional en el sentido estrictamente político. No puede haber duda de que en la historia ha habido con frecuencia mucha más libertad cultural y política bajo un régimen autocrático, que bajo algunas democracias, y por lo menos es concebible que bajo el gobierno de una mayoría homogénea y doctrinaria, el gobierno democrático pueda ser tan opresivo como la peor dictadura. El punto no es que cualquier dictadura debe de manera inevitable borrar la libertad, sino que la planeación lleva a la dictadura porque la dictadura es el instrumento más efectivo de coerción y compulsión de ideales, y, como tal, es esencial para hacer posible la planeación central en gran escala. Una verdadera "dictadura de proletariado", aún de forma democrática, si emprendiera la dirección de la actividad económica, probablemente destruiría los últimos vestigios de libertad personal en forma tan completa como cualquier autocracia.

V

Asusta que para muchos de nuestros contemporáneos este cuadro, aún reconociendo su fidelidad, ha perdido mucho del terror que hubiera inspirado en nuestros padres. Claro que siempre ha habido muchos para quienes la coerción intelectual es objetable sólo si la ejercen otros, mirándola como benéfica si se pone al servicio de fines que aprueban. ¿Cuántos de los intelectuales exiliados de los países autoritarios estarían bien dispuestos a aplicar la coerción intelectual, que condenan en sus opositores, para hacer creer a la gente en sus propios ideales, suministrando, de manera incidental, otro ejemplo del parentesco cercano entre los principios fundamentales del fascismo y el comunismo? Pero, si bien la época liberal probablemente estuvo más libre de coerción intelectual que cualquiera otra, el deseo de forzar un credo en la gente que considera saludable para ésta, no es por cierto fenómeno nuevo o peculiar de nuestro tiempo. Lo que es nuevo es el intento de nuestros intelectuales socialistas para justificarlo. No hay libertad real de pensamiento, así se dice, porque las opiniones y los gustos de las masas los conforman de manera inevitable, la propaganda, el anuncio, el ejemplo de las clases altas y otros factores del medio ambiente que de manera inplacable encauzan el pensamiento de la gente dentro de rutinas rancias. Pero si, el argumento prosigue, los ideales y los gustos de la gran mayoría los determinaran factores que están bajo el control humano, podemos usar este poder para cambiar sus pensamientos hacia un sentido que juzgamos deseable. Esto es, del hecho de que la gran mayoría no ha aprendido a pensar con independencia, sino que acepta ideas ya hechas, se saca la conclusión de que se justifica el que un grupo particular de gentecon seguridad quienes abogan por elloasuma por si mismo el poder exclusivo para determinar lo que la gente debe crear.

No intento negar que para la gran mayoría la existencia o inexistencia de la libertad intelectual significa poco para su felicidad personal; tampoco que serán igualmente felices si nacen o se engatusan en una serie de creencias y no en otras, y si han llegado a acostumbrarse a una clase de entretenimiento o a otra. Es probablemente muy cierto que en toda sociedad la libertad de pensamiento tendrá una significación directa o un sentido real sólo para una pequeña minoría. Pero abogar en contra del valor de la libertad intelectual porque nunca dará a todos la misma oportunidad para pensar independientemente, es no alcanzar las razones que dan a la libertad intelectual su valor. Lo esencial para hacerla servir sus funciones como principio motor del progreso intelectual, no es que todos deban pensar o escribir cualquier cosa, sino que toda causa o toda idea pueda ser defendida por alguien. En tanto que el disentimiento no se suprima de veras, habrá siempre alguien que quiera inquirir acerca de las ideas que rigen a sus contemporáneos y someter a la prueba de la discusión y la propaganda nuevas ideas. El proceso social que llamamos razón humana, y que consiste en la interacción de los individuos que poseen diferente información y diferentes perspectivas, algunas veces consistentes, otras en conflicto, sigue adelante. Una vez dada la posibilidad de disentir, habrá disidentes, aun cuando esa pequeña la proporción de la gente capaz de pensar con independencia. Al progreso intelectual sólo puede detenerlo la imposición de una doctrina oficial que debe ser aceptada y a la que nadie se atreve objetar.

Quizás deba verse y apreciarse en la realidad de alguno de los países totalitarios, para sondear cómo la imposición de un credo autoritario y comprensivo ahoga por completo todo espíritu de examen independiente, cómo destruye el sentido del significado de la verdad, excepto el de la conformidad con la doctrina oficial, y cómo las diferencias de opinión en todas las ramas del conocimiento se convierten en conflictos políticos que la intervención de la autoridad debe decidir. Sin embargo, la experiencia indica que hay aun muchos dispuestos a sacrificar la libertad intelectual porque no representa la misma oportunidad para todos. Es seguro que no se dan cuenta de lo que se juegan. En realidad el gran peligro viene del hecho de que damos por supuesta la herencia de la época liberal, y de que hemos llegado a mirarla tan confiadamente como la propiedad inalienable de nuestra civilización, que no podemos concebir en forma cabal lo que significaría si la perdiésemos. Empero, la libertad y la democracia no son dones gratuitos que serán nuestros con solo desearlo. Parece haber llegado el momento en que una vez más sea necesario tener plena conciencia de las condiciones que las hacen posibles y defender estas condiciones, aún si han de cerrar el camino al logro de ideales opuestos.

El peligro con el que se enfrenta nuestra generación no es sólo el proceso de experimentación al cual debemos todo el progreso en la esfera social y en las demás deba conducirnos al error. El peligro es más bien que demos fin al proceso mismo de experimentación. Si el experimento de la planeación lleva a la desaparición de las instituciones libres, no habrá entonces oportunidad, para la corrección de esa equivocación. Una vez que el único método de cambio pacífico inventado hasta aquí, la democracia, (esa admirable convención de "contar cabezas con el fin de ahorrarse la molestia de romperlas"), se haya acabado, se cierra el camino para una corrección pacífica de un error, una vez cometido. Los que están en el poder, que deben a este error no sólo su posición, sino lo que es más significativo, la oportunidad para lograr sus ideales, no lo reconocerán, y, por lo tanto, no lo corregirán; y nadie más tendrá la oportunidad de hacerlo. Con un optimismo del todo injustificado, un escritor reciente predijo que en una generación, los "planeadores" y todas sus obras serían barridos por una violenta reacción del sentimiento si la estabilidad material que prometían tuviera que comprarse al precio de la opresión intelectual y espiritual. Debe parecer dudoso en extremo, en vista de la fuerza sin precedente que da al estado la técnica moderna de propaganda sobre la mente de la gente, si una reversión de las tendencias intelectuales provenientes de las fuerzas internas de los grupos organizados, fuera aun posible después de que la maquinaria de control haya sido establecida con firmeza. Es más probable que la lucha por la supervivencia de ideas tome entonces la forma de una guerra de ideologías entre las naciones, que, aún llevando la supervivencia del grupo más eficientemente organizado, bien puede significar la destrucción de todo lo que para nosotros representa la grandeza de la humanidad.