lunes, 22 de septiembre de 2014

¿Escocia independiente? ¿Escocia libre?



Escocia ha logrado de manera impecable lo que en otros lugares sería imposible
En 1995 el actor neonazi Mel Gibson interpretó a William Wallace en Breaveheart—cinta atiborrada de inexactitudes—y logró que la cultura pop global conociera la batalla libertaria entre escoceses e ingleses. El 2014, el mundo entero recordó aquella película  y se preguntó si Caledonia, el nombre romano de Escocia, se independizaría como lo hizo parte de Hibernia o si seguiría siendo parte de Britannia


Claro que el líder independentista esta vez es un oscuro político escocés, un señor regordete, de triple papada, que no es alcohólico como el neonazi Gibson pero le gusta un whiskicito después de almuerzo, otro después de la cena, otro antes de acostarse, otro después del desayuno... y otro entre las comidas. El mayor mérito de Alex Salmond, Primer Ministro escocés, ha sido procurar la liberación de un peligrosísimo terrorista libio —por el puro gusto de enfurecer a Londres y al mundo—y además hacer fracasar la intentona independentista de Escocia. Al menos ha tenido la grandeza de asumir su derrota y renunciar (en Chile, la ultraderecha ha perdido todas las elecciones desde siempre y sus mandamases jamás renuncian, lo que se agradece: así siguen perdiendo).

¿Por qué Escocia quería ser independiente? La respuesta no es fácil. Se dice que el descubrimiento de grandes yacimientos de petróleo habría inflamado las llamas independentistas ya que las ganancias que reportarían quedarían en el país y no irían a parar a las arcas del gobierno central en Londres. Se esgrimen razones culturales, de identidad nacional y tonterías similares. Pero esto es falso.

Escocia, o al menos parte de su población, necesitó replantearse su pertenencia al Reino Unido por una cuestión política que comenzó a fraguarse en los años 70, durante las paralizaciones nacionales en el país—que pusieron en duda su pertenencia al Primer Mundo—y posterior ascensión de Margaret Thatcher. Nadie vivió de manera más violenta la irrupción conservadora que los escoceses.

La verdad es que en el fondo sí hay algo de identidad nacional en juego. Inglaterra es un país 10 veces más poblado que Escocia, con una extrordinariamente nítida división entre el norte rudo, industrial, de un acento ininteligible, y el sur esnob, comercial, de pronunciación recibida. El norte de Inglaterra indefectiblemente vota por el laborismo y la ilusión tan absurda como estúpida de resucitar su pasado industrial, y el sur pragmático dedicado a la industria financiera, prácticamente incondicional al conservadurismo. El sur de Inglaterra son los buenos mozos, sarcásticos y talentosos Blur; el norte, los cejijuntos y desfachatados Oasis. Y el norte del norte es Escocia: las barras de chocolate fritas, las batallas campales de centenares de borrachos cada viernes y sábado, país cuya población exhibe la más baja tasa de longevidad del mundo occidental.

En Westminister una de las pocas razones que impiden al Conservadurismo arrasar con todo son los votos incondicionales de Escocia por la izquierda. Sin los pocos parlamentarios laboristas de los distritos en las Highlands, el panorama político sería otro. "Nunca más un gobierno Tory", prometían los independentistas escoceses. Debe ser frustrante para ellos saber que en el país donde nadie jamás ha elegido un conservador, tener que soportar gobiernos conservadores porque los antipáticos sureños, que son mayoría, así lo quieren. Poco importa que Tony Blair o Gordon Brown hayan sido escoceses. Lo importante es que nunca más vuelva a gobernar el Partido Conservador. Con las ganancias del petróleo, Escocia podría cumplir su fantasía de convertirse al modelo escandinavo de altos impuestos y fuerte redistribución, sueño coartado por los conservadores ingleses.

Lo cierto es que la independencia de Escocia habría sido una catástrofe y una estupidez mayor. Primero, conservarían la libra esterlina y tendrían que seguir pagando la deuda externa británica, un sinsentido y un insulto al euro. Segundo, no serían una república ya que tal como en Canadá la Reina Isabel seguiría siendo su jefa de Estado. Con apenas 5 millones de habitantes, no podrían tener fuerzas armadas ni la presencia diplomática global del Reino Unido. Deberían ser aceptados en la Unión Europea, a lo que España se opondría rotundamente (piensen en Cataluña, País Vasco), poniendo en jaque a todo el continente (sólo la aprobación unánime permite integrarse a la UE). 

Pero peor aún, sería el fin de una de las naciones más influyentes del globo. El Reino Unido ha sido una inspiración para todos. Mientras otros países se destrozaron en las guerras de religiones, los británicos aprendieron a tolerar todas las sectas protestantes, incluso a la iglesia romana. La democracia parlamentaria británica ha sido un paradigma para muchos, entre ellos el Chile decimonónico. En el RU vivió Karl Marx y publicó sus libros sin que sus ideas causaran una revolución, de hecho, sus libros fueron atentamente leídos y sus ideas consideradas por sus méritos (y luego desechadas, los británicos no son huevones). El país es en sí mismo una comunidad de naciones independientes que han aprendido a tolerarse y a vivir sin fronteras, unidas por una moneda común, mucho tiempo antes de la Unión Europea. Sin Escocia, la idea de una mancomunión armoniosa de naciones e identidades se acaba. No tiene sentido retirar la bandera azul y blanca del Union Jack.

Los escoceses no han sido sometidos al yugo (impuestos) de los ingleses de la Edad Media. Al contrario, pertenecer al Reino Unido les garantiza no volverse una nación socialista empecinada en revivir la grandeza de la Revolución Industrial, que ya se acabó. Para siempre. Ningún plan industrial va a revivir Escocia, al contrario, dejada fuera del resto, pudo quedar a merced del peor populismo imaginable. Primó la cordura y la moderación y Chile Liberal los felicita.

sábado, 6 de septiembre de 2014

Tiranicidio: Tiempo de matar

Matar a Pinochet era un acto legítimo aunque poco práctico, y quizás hasta contraproducente

Con el paso del tiempo todos los recuerdos de la infancia se desvanecen, tanto así que uno difícilmente puede recordar lo que hacía un día determinado de nuestra niñez o adolescencia. No obstante, sí quedan grabados a fuego ciertos acontecimientos. En lo personal, difícilmente olvidaré el domingo 7 de septiembre de 1986. Esa noche, TVN transmitiría El Imperio Contraataca, segunda entrega de la saga inmortal La Guerra de las Galaxias, estrenada inicialmente en los cines a fines de los 70 pero que por gentileza de la dictadura que arreciaba en Chile casi nadie pudo verla en su momento. En casa, hace 28 años, recuerdo que aguardaba con impaciencia esa noche, y así también mis familiares, amigos y compañeros de curso.

Tanto era el fervor que incluso dos de mis tíos llegarían a casa a tomar el té y luego veríamos todos la película. Mis dos tíos, de parte materna y paterna respectivamente, ambos en la Universidad en aquella época, son por lejos las personas que más influyeron en mi formación intelectual y ética, gracias a sus siempre fascinantes intercambios. Con ellos pude entender ese día que estaba en presencia no de una simple peli de sables lásers y ciencia ficción sino ante una epopeya que abordaba la condición humana en toda su magnitud. Escrita y dirigida por George Lucas, su magnum opus se podía contar al lado de La Ilíada, La Odisea o Gilgamesh. "Esta no es una película futurista", aclaraba Manolo (no es su nombre real) —barbón, socialista, y siempre con un dejo de petulancia—"es una película sobre el pasado, por algo empieza con 'Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana'". Cuando el Halcón Milenario navegaba a la velocidad de la luz, Lucho (mi otro tío, tampoco su nombre real), recalcaba "imposible viajar a esa velocidad, no podrían avanzar, sino retrocederían en el tiempo".  Éste último siempre bien afeitado, era tan de izquierda como el primero, pero simpatizaba con el Partido Humanista. Mi padre, un hombre con menos inclinación a las cavilaciones, remataba: "dejen ver la película tranquilos, ¿ya?".

Es edificante escuchar y aprender de gente inteligente. Pero presenciar a dos personas inteligentes argumentar, discutir y rebatirse es lo que realmente predispone al conocimiento, incluso cuando dicen necedades. En una época de álgidas discusiones políticas, que dividieron a muchas familias de Chile, estos minidebates en mi casa eran un deleite.

En aquella época ya habíamos visto en la tele la primera entrega, Una nueva esperanza. En la segunda —de la cual hoy todos sabemos la trama—, los rebeldes reorganizaban su lucha desigual contra El Imperio. Luke Skywalker, acompañado por R2, partía en en busca del maestro Yoda para culminar su formación de Caballero Jedi y así poder enfrentar a Darth Vader para vencer al Lado Oscuro de La fuerza. Para muchos —al menos para mi— ese viaje iniciático en la pantalla de TV sin control remoto fue la experiencia místico-religiosa más impactante de la niñez.

Pero mientras esperábamos enterarnos de todo aquello, ese lejano domingo 7 de septiembre de 1986, sentados frente al televisor, quedamos atónitos cuando supimos mediante un flash de 60 Minutos, el telediario oficial del régimen, que otro grupo de rebeldes había perpetrado un ataque contra otro Imperio y su Lado Oscuro. Una célula del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, un grupo guerrillero, había atacado con armamento de combate a la comitiva de Augusto Pinochet, el mandamás de Chile. La consternación fue total. La película en realidad empezó, lo recuerdo muy bien. Pero los newsflash se sucedían uno tras otro, interrumpiendo las escenas. El Imperio Contraataca finalmente fue sacada del aire y sólo siguieron hablando de Pinochet. Mi decepción era total. Uno es niño y tiene prioridades. Que maten o no a Pinocho era una trivialidad comparada al destino de la Alianza Rebelde, liderada por la Princesa Leia, cuyo objetivo era destruir al Imperio para reinstaurar la República y así volvería la libertad. Al lado de todo aquello, el Pinocho era una nimiedad.

Mis tíos y mi padre estaban atónitos. Su sonrisa maliciosa, mezclada con incredulidad, daba paso de inmediato al pánico. O era un montaje o francamente esto se desbordaba nuevamente. Me mandaron a acostar porque definitivamente El Imperio Contraataca ya no se transmitiría más. No pude dormir. La mañana del lunes no llegamos a la escuela para recrear las escenas de combate — en vez de sables láser usábamos escobas y nosotros mismos imitábamos el zumbido: zzzz ZZZZZ  zzzZZz y kshhh KSSHH zZzzz KSHH ZZZZzzzzZZZ. Ese día lunes había sólo desolación. No era sólo una película, era mucho más. Y de algún modo, presentíamos que el Pinocho y la situación del país nos estaba robando nuestra infancia.

Hace 28 años, en una cuesta muy, muy lejana...
La princesa Leia fue reemplazada por Cecilia Magni, y Luke Skywalker por Jorge Valenzuela (no eran hermanos). El FPMR era la Alianza Rebelde. Pinochet, Darth Vader. Su gobierno, la Estrella de la Muerte. Los paralelismos, aunque inexactos, son varios.

El atentado se llevó a cabo en la Cuesta Achupallas, lo recuerdo claramente porque mi tío Manolo decía "Cuesta Creerlo".  Los rebeldes encararon a Pinochet, dispararon para matarlo, pero éste salió ileso. La hierba mala nunca muere. De hecho, apareció en la tele relatando el atentado, interrumpiendo la película. En una esquina de la ventanilla trasera del vehículo los impactos de bala habrían formado "una Virgen", como decían las viejas pinocheteras (que eran muchas), y esa Virgen habría protegido a Pinochet. Estaba claro: el Lado Oscuro de la Fuerza acompañaba al tirano.

El destino de los rebledes fue trágico. Cecilia Magni fue capturada, y torturada, y ejecutada sumariamente. Su cuerpo fue arrojado a un río. El régimen adujo que fue baleada mientras huía, lo que le quebró todos sus huesos fueron las piedras del río Tinguiririca y no la CNI, la Guardia Imperial. Pinochet continuó adelante con su estrategia de aferrarse al poder y darse ínfulas de legitimidad con una "ratificación" nacional, en 1988. Del atentado salió fortalecido: miles salieron a defenderlo.


Tiranicidio: Cuando matar es inevitable
The right of a nation to kill a tyrant in case of necessity can no more be doubted than to hang a robber, or kill a flea. —John Adams
Hoy conmomeramos un nuevo aniversario del atentado a Pinochet y vale la pena reflexionar sobre el peliagudo tema del tiranicidio. ¿Es legítimo matar? Por supuesto que no. Ninguna sociedad civilizada se ha construido sobre el asesinato, por constituir la máxima violación a la libertad del prójimo. No obstante, cuando un sujeto ejerce tal nivel de violencia sobre un grupo humano, ¿es legítimo matarlo? Matar es malo, estamos de acuerdo, pero ¿es legítimo matar para causar el bien mayor? De hecho, ¿es concebible el que en algún momento sea necesario matar para causar un bien mayor?

La respuesta es sí. El novelista y pensador liberal Mario Vargas Llosa en su novela "La fiesta del chivo" (2001) nos relata con crudeza las asquerosas pasiones del lunático dictador dominicano Rafael Trujillo (1891-1961). Los rebeldes que lo mataron, mientras agazapados aguardaban al tirano para ajusticiarlo, reflexionan sobre este tema con el siguiente diálogo:
—¿Y un católico no puede hablar de coños pero sí matar, Turco? —lo provocó Imbert. Lo hacía con frecuencia: él y Salvador Estrella Sadhalá eran los amigos más íntimos de todo el grupo; estaban siempre gastándose bromas, a veces tan pesadas que quienes las presenciaban se creían que terminarían a trompadas. Pero no habían reñido nunca, su fraternidad era irrompible. Esta noche, sin embargo, el Turco no lucía ni pizca de humor: —Matar a cualquiera, no. Acabar con un tirano, sí. ¿Has oído la palabra tiranicidio? En casos extremos, la Iglesia lo permite. Lo escribió santo Tomás de Aquino. ¿Quieres saber cómo lo sé? Cuando comencé a ayudar a la gente del 14 de junio y comprendí que tendría que apretar el gatillo alguna vez, fui a consultárselo a nuestro director espiritual, el padre Fortín. Un sacerdote canadiense, de Santiago. Él me consiguió una audiencia con monseñor Lino Zanini, el nuncio de Su Santidad. «¿Sería pecado para un creyente matar a Trujillo, monseñor?» Cerró los ojos, reflexionó. Te podría repetir sus palabras, con su acento italiano. Me mostró la cita de santo Tomás, en la Suma Teológica. Si no la hubiera leído, no estaría aquí esta noche, con ustedes.
La cuestión del tiranicidio es importante porque los gobernantes deben tener claro que si usurpan el poder, es decir, si lo obtienen mediante la fuerza, sin ser elegidos por sufragio popular y libre, es mediante la misma fuerza que los ciudadanos, aprovisionados de armas de combate, pueden legítimamente proceder a matarlos.

Esto no es un tema abstruso ni incendiario, está consagrado, por ejemplo, en la II Enmienda de la Constitución de EEUU la libertad de proveerse de armas, y cualquier jurista estará de acuerdo en que el eliminar a un tirano, así como el derecho de rebelión, deben ser respetados. Antonio Imbert, uno de los rebeldes que mató a Trujillo, fue condecorado como Héroe Nacional. Mientras un país no sea democrático, los ciudadanos tienen pleno derecho a procurarse armas y a usarlas contra el tirano (siendo EEUU una democracia consolidada, cuesta entender por qué civiles pueden poseer armamento militar: hoy es ridículo).

Lo que hizo el FPMR el 7 de septiembre de 1986, por lo tanto, gozaba de plena legitimidad. No quiero glorificar la violencia, pero al menos reconozcamos que estos grupos paramilitares se formaron después que el dictador chileno impusiera su Constitución, es decir, el FPMR fue una respuesta a la extraordinaria violencia ejercida por Pinochet contra ciudadanos no armados. Se aplicó la tortura, las ejecuciones sumarias, los cuerpos nunca se entregaron. La violencia revolucionaria fue sólo una reacción —y tardía— a toda la carnicería gestada por Pinochet. El hecho que los grupos armados recién surgieran cuando ya toda esperanza estaba perdida creo que habla muy bien de Chile y nuestra vocación por el diálogo, los consensos y la democracia.

Pero en la práctica, el atentado a Pinochet era contraproducente. Apliquemos una lógica binaria. Si fallaba, fortalecería al tirano. Si lograba su cometido, descabezada la Junta Militar y probablemente nunca se habría realizado el Plebiscito ("ratificación"). La violencia de la dictadura habría sido incluso más bestial. En respuesta, otros más violentos habrían decidido matar al nuevo dictador. Y así continuaría el espiral de violencia — quizás hasta nuestros días. Probablemente hoy no gozaríamos de la paz y prosperidad que han puesto a Chile a un paso de ser incluido dentro de los países civilizados.

Sabemos que a la dictadura se la derrocó finalmente con los métodos más bien de los Caballeros Jedi. Con elegancia. El tiempo decidiría que la derrota de la dictadura sería total. Hoy, ni sus más acérrimos apologetas se atreven a defender las atrocidades del pasado — a lo sumo "matizan" el horrible legado del tirano. El país avanzó sin prisa pero sin pausa hacia el restablecimiento de nuestro orden tradicional, que ha sido la democracia republicana. Mientras que en Argentina se avanzó mucho más rápido, la dilapidación de sus Fuerzas Armadas y la merma a su institucionalidad fueron un precio demasiado alto para lograr lo que en Chile, tortuosa pero incesantemente, también finalmente se logró, pero con el mérito de mantener las FFAA, la justicia, y la institucionalidad en general intactas.

La tarea hoy es consolidar la democracia y el respeto a las libertades individuales. A eso se dedica Chile Liberal. Los impactantes acontecimientos de ese lejano 7 de septiembre de 1986 sirven para dejar constancia a los gobernantes que si alguno vuelve a tomarse el poder por la fuerza, alterando el orden democrático tradicional de los chilenos, deberá, tarde o temprano, enfrentarse a las fuerzas rebeldes que querrán restaurar la República, y éstas tendrán completa legitimidad para hacerlo.