sábado, 10 de marzo de 2012

Virtudes cívicas y las lecciones de Fukushima

Necesitamos un nuevo sistema ético


"El juramento de los Horacios", de Jacques-Louis David (1784), encarnación de la civilidad.

Terremotos y tsunamis han devastado Chile desde siempre, y también al lejano archipiélago de Japón. Por eso, a pesar de estar en extremos opuestos del mundo, ambas naciones tenemos mucho en común en cuanto a geografía, pero desgraciadamente, la civilidad en ambos países guarda muy poca relación. Esta anomalía debemos remediarla.

El terremoto y posterior tsunami que devastó Japón el 11 de marzo del año pasado, justo cuando Chile vio la mayor réplica del terremoto del 2010, dejó al descubierto la pobreza de la ética cristiana (adoptada tardíamente en Occidente), y reveló la riqueza de la ética confuciana oriental, que en Japón se combinó con formas religiosas aborígenes y dio origen a un culto local lladado "shintoísmo", que es el fundamento de la ética del trabajo y la armonía social de Japón.

Muchos cristianos argumentan que sin las enseñanzas de Cristo sería imposible vivir en comunidad, pero Bertrand Russell, un filósofo inglés, ya demostró la pobreza del cristianismo en su célebre ensayo Why I'm Not A Christian. Ciertamente, el sermón de la montaña es una pieza notable de ética, adelantada dos milenios a su época. Pero para desgracia de Cristo y sus seguidores, ya las mismas enseñanzas las predicaba Confucio cuatro siglos antes, y sin nacimientos virginales ni resucitaciones ni tonterías inverosímiles. 

¿Cómo es posible que en Nueva Zelandia y en Chile haya saqueos después de un terremoto, siendo la primera nación una muy avanzada y la segunda no? "¡Es que no siguen las enseñanzas que dejó Cristo!", dirá alguno. Pero por lo mismo, ¿por qué no hubo ataques de histeria, asaltos, toque de queda, ni nada similar en Japón? El cristiano más fundamentalista dirá que los japoneses sí siguen las enseñanzas cristianas, pero sin que ellos lo sepan, pero eso es una pelotudez.

En el fondo, a lo que apunta Chile Liberal es que una nación se funda sobre una base ética que exalta las virtudes cívicas propias de los individuos, que no pueden imponerse por ley. Algunas sociedades cultivan la civilidad, otras las desprecian. El cristianismo es una ética muy pobre, muy atrasada, y sus destellos de genialidad no son ni originales, y esta cultura cristiana impide el florecimiento de las virtudes personales y ciudadanas.

Si queremos fundar una sociedad en que se respete la propiedad privada del prójimo y en que en casos extremos prevalezca la civilidad y la cooperación, entonces debemos desechar al cristianismo. El sentido del deber y la obligación moral de un individuo a su sociedad sólo se logra con una ética avanzada: la cristiana no lo es.

Recordemos el conmovedor caso de los "50 de Fukushima". Para evitar que se fundiese el reactor nuclear, debían algunos operarios descender y apagar el incendio en el reactor nuclear, con una gran salvedad: estarían expuestos a radiación letal y con toda seguridad morirían. Varios empleados de distintas profesiones se ofrecieron como voluntarios para salvar a la nación de un desastre sin precedentes en la historia del mundo. La mayoría eran jubilados que prefirieron ellos sacrificarse antes de los operarios más jóvenes que tenían familias. 

A ese nivel de abstracción, de sentido de la moral y de entrega jamás se ha llegado en una nación de raigambre cristiana. Vivimos sumidos en el egoísmo —no confundir con individualismo— que nos legó las soporíferas enseñanzas de un carpintero analfabeto, mitómano y probablemente esquizofrénico que quizás vivió en Palestina hace unos dos milenios.

De hecho, como concluyese el historiador inglés Edward Gibbon, el ocaso del Imperio Romano (ver imagen abajo) se debió a la pérdida de las virtudes cívicas en los romanos por culpa de la adopción del cristianismo desde la clase dirigente romana, que terminó por corromper la moral de los ciudadanos. Luego vendría la gloria del cristianismo: los mil años de la Edad Oscura (o "Edad Media"), cuyas tinieblas sólo comenzarían a despejarse cuando los europeos redescubrieron la gloria clásica gracias a la recuperación de los textos clásicos, período conocido como El Renacimiento, y con las luces de la Ilustración.

"El curso de la destrucción del Imperio", de Thomas Cole (1836)

Hoy, cuando las cadenas de noticias del mundo recuerdan el silencio y la limpieza en los albergues japoneses hace un año, el orden para distribuir alimentos, el excepcional autocontrol y estoicismo de sus ciudadanos, y la lucha encarnada para evitar una fuga radioactiva, vale la pena destacar que necesitamos mucho de eso cuando nos azote de nuevo otro desastre natural. Pero mientras se le de importancia a curas, jamás lo lograremos.

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