Una vida ejemplar |
Para los santiagunos, Isidora Goyenechea no es más que una calle con buenos restaurantes. Una lástima, porque el legado de esta mujer revolucionaria, emprendedora y benefactora social es inestimable y debiese ser un ejemplo a seguir para todas las generaciones.
Nació en Copiapó en 1836, cuando el norte chico comenzaba a ser el epicentro del desarrollo económico de esa joven república, analfabeta y rezagada, llamada Chile. Heredera de una familia que hacía fortuna con la explotación de minerales, se trasladó a Lota muy pequeña. Se casó a los 19 años con Luis Cousiño, hijo de Matías Cousiño y, además, su hermanastro. Enviudó muy joven, a los 27 años, cuando fallece su marido quien fue un destacado empresario, filántropo y político liberal. En ese momento, se ve confrontada a asumir el mando de una de las mayores fortunas del continente. Y empieza una de las historias más extraordinarias de Chile.
El carbón era, en ese entonces, como el petróleo hoy: un recurso capaz de corromper a cualquiera (vean Venezuela, México, o los países del Golfo Pérsico). Doña Isidora manejó la industria del carbón en Lota con maestría. Si hoy, en pleno siglo 21, son poquísimas las CEO mujeres, en el siglo 19 sonaba como una locura.
Además de su brillante gestión, su espíritu visionario la llevó a negociar directamente con el inventor norteamericano Thomas Alva Edison la construcción en Chile de la primera planta hidroeléctrica del continente.
Si manejar un imperio económico es tarea titánica, y gestionar con éxito y visión de futuro una cuestión no menor que cumplió con brío, su labor fue mucho más allá. Doña Isidora se adelantó un siglo a la Responsabilidad Social Empresarial. Sin esperar que el Estado confiscase las ganancias de su holding, la empresaria chilena comenzó a invertir en casas bien equipadas para los obreros de Lota, escuelas, pavimentación de calles, y fundó un orfanato que posteriormente se convertiría en el Hogar del Pequeño Cottolengo, que perdura en su labor benéfica hasta hoy.
Cuando estalló la Guerra del Pacífico, en 1879, Chile, bajo el gobierno Liberal, había reducido significativamente su gasto en defensa. Para asegurar el éxito en la guerra de nuestra república parlamentaria sobre las tiranías de Hilarión Daza en Bolivia y Nicolás de Piérola en Perú, Isidora Goyenechea puso su fortuna a disposición de la república asegurando la producción de carbón y poniendo a disposición de la Armada su flota de barcos.
Si alguien cree que un país sólo funciona mediante la confiscación estatal con impuestos, y que el gasto militar debe ser el principal ítem del país, pues el legado filantrópico, desinteresado y visionario de doña Isidora Goyenechea lo desmiente categóricamente. Pocos ejemplos más encomiables hay en la historia de América latina.
Lo sabían muy bien los griegos antiguos quienes forjaron su magnífica civilización —cuna de Occidente— con las "liturgias", que eran donaciones voluntarias, u obligaciones cívicas, por parte de los más acaudalados para contribuir al engrandecimiento y prosperidad de la polis. Cuando se impusieron los impuestos y tributos obligatorios, comenzó la decadencia.
El ejemplo de doña Isidora Goyenechea amerita ser emulado y repetido por todos. Contribuir al desarrollo social no puede ser una obra que sólo quede en manos del Estado, sino de los filántropos y los poseedores de las grandes fortunas. Hoy lo hace un Bill Gates o un Warren Buffet, así como la familia Oppenheimer en Sudáfrica, o como lo ha hecho un Andrew Carneggie, fundador de escuelas públicas y bibliotecas, por sólo nombrar unos pocos.
En Chile, tenemos a un Leonardo Farkas, un excéntrico magnate, quien normalmente contribuye más que cualquier plan social o cualquier burócrata para poner dinero ahí donde se necesita.
Isidora Goyenechea murió en París en 1897, en un viaje de negocios, luego de una vida inagotable de trabajo duro, esmero y compasión. Cuando sus restos fueron repatriados, los trabajadores del carbón salieron a las calles a homenajear a esta mujer extraordinaria. En su testamento legó parte de su fortuna al bienestar de los más desposeídos.
Hoy, tenemos muy pocos benefactores sociales. ¿Qué esperan para imitar a doña Isidora?