Escocia ha logrado de manera impecable lo que en otros lugares sería imposible
En 1995 el actor neonazi Mel Gibson interpretó a William Wallace en Breaveheart—cinta atiborrada de inexactitudes—y logró que la cultura pop global conociera la batalla libertaria entre escoceses e ingleses. El 2014, el mundo entero recordó aquella película y se preguntó si Caledonia, el nombre romano de Escocia, se independizaría como lo hizo parte de Hibernia o si seguiría siendo parte de Britannia.
Claro que el líder independentista esta vez es un oscuro político escocés, un señor regordete, de triple papada, que no es alcohólico como el neonazi Gibson pero le gusta un whiskicito después de almuerzo, otro después de la cena, otro antes de acostarse, otro después del desayuno... y otro entre las comidas. El mayor mérito de Alex Salmond, Primer Ministro escocés, ha sido procurar la liberación de un peligrosísimo terrorista libio —por el puro gusto de enfurecer a Londres y al mundo—y además hacer fracasar la intentona independentista de Escocia. Al menos ha tenido la grandeza de asumir su derrota y renunciar (en Chile, la ultraderecha ha perdido todas las elecciones desde siempre y sus mandamases jamás renuncian, lo que se agradece: así siguen perdiendo).
¿Por qué Escocia quería ser independiente? La respuesta no es fácil. Se dice que el descubrimiento de grandes yacimientos de petróleo habría inflamado las llamas independentistas ya que las ganancias que reportarían quedarían en el país y no irían a parar a las arcas del gobierno central en Londres. Se esgrimen razones culturales, de identidad nacional y tonterías similares. Pero esto es falso.
Escocia, o al menos parte de su población, necesitó replantearse su pertenencia al Reino Unido por una cuestión política que comenzó a fraguarse en los años 70, durante las paralizaciones nacionales en el país—que pusieron en duda su pertenencia al Primer Mundo—y posterior ascensión de Margaret Thatcher. Nadie vivió de manera más violenta la irrupción conservadora que los escoceses.
La verdad es que en el fondo sí hay algo de identidad nacional en juego. Inglaterra es un país 10 veces más poblado que Escocia, con una extrordinariamente nítida división entre el norte rudo, industrial, de un acento ininteligible, y el sur esnob, comercial, de pronunciación recibida. El norte de Inglaterra indefectiblemente vota por el laborismo y la ilusión tan absurda como estúpida de resucitar su pasado industrial, y el sur pragmático dedicado a la industria financiera, prácticamente incondicional al conservadurismo. El sur de Inglaterra son los buenos mozos, sarcásticos y talentosos Blur; el norte, los cejijuntos y desfachatados Oasis. Y el norte del norte es Escocia: las barras de chocolate fritas, las batallas campales de centenares de borrachos cada viernes y sábado, país cuya población exhibe la más baja tasa de longevidad del mundo occidental.
En Westminister una de las pocas razones que impiden al Conservadurismo arrasar con todo son los votos incondicionales de Escocia por la izquierda. Sin los pocos parlamentarios laboristas de los distritos en las Highlands, el panorama político sería otro. "Nunca más un gobierno Tory", prometían los independentistas escoceses. Debe ser frustrante para ellos saber que en el país donde nadie jamás ha elegido un conservador, tener que soportar gobiernos conservadores porque los antipáticos sureños, que son mayoría, así lo quieren. Poco importa que Tony Blair o Gordon Brown hayan sido escoceses. Lo importante es que nunca más vuelva a gobernar el Partido Conservador. Con las ganancias del petróleo, Escocia podría cumplir su fantasía de convertirse al modelo escandinavo de altos impuestos y fuerte redistribución, sueño coartado por los conservadores ingleses.
Lo cierto es que la independencia de Escocia habría sido una catástrofe y una estupidez mayor. Primero, conservarían la libra esterlina y tendrían que seguir pagando la deuda externa británica, un sinsentido y un insulto al euro. Segundo, no serían una república ya que tal como en Canadá la Reina Isabel seguiría siendo su jefa de Estado. Con apenas 5 millones de habitantes, no podrían tener fuerzas armadas ni la presencia diplomática global del Reino Unido. Deberían ser aceptados en la Unión Europea, a lo que España se opondría rotundamente (piensen en Cataluña, País Vasco), poniendo en jaque a todo el continente (sólo la aprobación unánime permite integrarse a la UE).
Pero peor aún, sería el fin de una de las naciones más influyentes del globo. El Reino Unido ha sido una inspiración para todos. Mientras otros países se destrozaron en las guerras de religiones, los británicos aprendieron a tolerar todas las sectas protestantes, incluso a la iglesia romana. La democracia parlamentaria británica ha sido un paradigma para muchos, entre ellos el Chile decimonónico. En el RU vivió Karl Marx y publicó sus libros sin que sus ideas causaran una revolución, de hecho, sus libros fueron atentamente leídos y sus ideas consideradas por sus méritos (y luego desechadas, los británicos no son huevones). El país es en sí mismo una comunidad de naciones independientes que han aprendido a tolerarse y a vivir sin fronteras, unidas por una moneda común, mucho tiempo antes de la Unión Europea. Sin Escocia, la idea de una mancomunión armoniosa de naciones e identidades se acaba. No tiene sentido retirar la bandera azul y blanca del Union Jack.
Los escoceses no han sido sometidos al yugo (impuestos) de los ingleses de la Edad Media. Al contrario, pertenecer al Reino Unido les garantiza no volverse una nación socialista empecinada en revivir la grandeza de la Revolución Industrial, que ya se acabó. Para siempre. Ningún plan industrial va a revivir Escocia, al contrario, dejada fuera del resto, pudo quedar a merced del peor populismo imaginable. Primó la cordura y la moderación y Chile Liberal los felicita.
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