Jean-Luc Courcoult y su compañía Royal de Luxe nos vienen a saciar el hambre cultural de los santiaguinos
(artículo personal del editor)
Santiago de Chile, nuestra querida ciudad, aquella que nos hace pasar tantas rabias, aquella que nos sofoca y nos contamina, también es una ciudad capaz de producir belleza alucinante, admiración estética, y de atraer espectáculos de clase mundial. Tenemos la obligación de convertir a nuestra capital en una ciudad a la altura de París, Londres, Nueva York o Tokio, y eventos culturales de la envergadura de la Pequeña Gigante nos ponen a la altura de los grandes.
Grande también es la Pequeña Gigante, que en realidad es gigantesca, pero bella, real, humana, capaz de conmover a los niños-adultos y de llenar de ilusión a los niños-niños. Este espectáculo no me lo habría perdido por nada del mundo y lo mismo pensaron los miles de santiaguinos que salimos a las calles a vitorear a esta niña que con dulzura y encanto vino a capturar al rinoceronte, y lo logró.
Dos micros amarillas volcadas
Estaba en mi hotel en Bariloche, Argentina, preparándome para bajar a tomar desayuno cuando vi en la pantalla de TV Chile dos buses volcados frente a La Moneda. El volumen era bajo y no había prestado atención al relato… pero quedé estupefacto… ¡dos microbuses volcados! “¡Hasta cuándo!”, me dije.
Subo el volumen y una transeúnte entrevistada decía que no entendía bien qué había ocurrido… entrevistada y entrevistador parecían tomárselo a la ligera, y más encima bromeaban. “Están locos”, pensé, mientras además me daba cuenta de lo bonito que es nuestro acento. Pero ese no es el punto, el punto es que las micros amarillas deben desaparecer inmediatamente, ¡cuántas personas habrán muerto en ese accidente, y frente al mismísimo Palacio de La Moneda! Bajé mejor a disfrutar de los croissants de nuestros vecinos argentinos, que ellos llaman “medialunas”.
Antes de continuar con mis planes del día entré a un cybercafé a contestar mails de los amigos, visité Emol y me di cuenta que el culpable del accidente no fue un chofer de micro ebrio ni una mala maniobra de algún conductor, sino que se trataba de los daños colaterales del rinoceronte… ah… por eso bromeaban. Ahí entendí: un rinoceronte suelto en Santiago produjo daños a la propiedad pública, y sólo la Pequeña Gigante es capaz de capturarlo. ¡Que venga la Pequeña Gigante entonces! Salí a caminar por las orillas del lago Nahuel Huapi con la tranquilidad de que nuestra amiga desde Francia vendría a encargarse del rinoceronte condenado ése.
Boquiabierto
Llegamos a Santiago el domingo y sabía que a la Pequeña Gigante hay que verla, sí o sí. Decidimos ir con mi padre y un amigo de él, junto con su hijo pequeño, la excusa que todos necesitábamos. Partimos.
Nos bajamos en La Moneda, subimos con una oleada de gentes, todos apresurados. Miro alrededor y comencé a reflexionar sobre la belleza de nuestra ciudad, sus edificios antiguos que guardan secretos de un pasado señorial, la historia de Santiago, la historia de todos nosotros, y también de mi modesta historia personal. Fue ahí en el bandejón central donde me reuní con más de alguna polola; fue un poco más arriba, en el Cerro Santa Lucía, donde le dije muchas cosas a ella, o en realidad fue una sola cosa, pero qué importa, eso es el pasado… hay otras historias. Aquí hice la cimarra y participé de más de una protesta.
Hay otras historias menos melodramáticas. Fui cartereado sólo una vez, en el Paseo Ahumada, y era en esta calle peatonal, junto con mi amigo, donde veníamos con muy poca plata a pedirle helados a bajo precio a las heladeras, y casi siempre nos resultaba porque el plan era simple y eficiente: les dejábamos el precio de un helado en el bolsillo, y ellas nos daban dos, nos conocían, y funcionaba impecablemente. Ni siquiera hablábamos, salvo imperceptibles expresiones faciales nuestras, y un gesto de ella al bolsillo, un par de chauchas con disimulo a cambio de dos helados, libres de impuesto. En realidad, desde chico que uno aprende a detestar los impuestos y a urdir pillerías. Ingenio incrustado en lo más indescifrable del ADN, al igual como lo hicieron los vendedores ambulantes que vendían chapitas y banderas, fotos y adhesivos alusivos a la Pequeña Gigante, toda una industria callejero-ambulante alrededor de la Heroína de Santiago. Todos pillos, Santiago en todo su esplendor.
Pero hoy es distinto, ya casi no vivo en Santiago, pero sé que sigue aquí, esperándome, mientras yo lo ignoro, a sabiendas que un rotoso santiaguino como yo jamás será otra cosa por mucho París o Londres o cuánta cosa se cruce por delante, pero yo a Santiago lo ignoro, y él me ignora, no nos hablamos, estamos distanciados desde hace muuucho tiempo, pero igual nos extrañamos. El sentimiento está mal disimulado y peor asumido, no importa.
Hoy hago causa común, la ciudad está amenazada por el rinoceronte y hay que estar acá, mientras sigo mirando alrededor, la Torre Entel me parece menos fea, el centro cívico menos gris, los recuerdos… qué quieren que les diga, no se van, siguen ahí… ¡booooom! ¿Una bomba? ¿Un disparo? No hay caos, no hay gente corriendo, es una feroz explosión en el cielo inusualmente azul, un petardo gigante ha estallado y llueve confeti de mil colores, los niños vitorean, sacan banderas, los grandes gritan, las muchachas se suben a los hombros de sus pololos, griterío y emoción, ¡ahí viene la Pequeña Gigante!
Ella nos mira a todos, nos estremece su mirada, nos vuelve a mirar, una oleada de cámaras digitales y celulares arrasa con la multitud, se acerca, se acerca más, pestañea, mira para todos lados, ella se emociona con nosotros, nosotros la ovacionamos. La Pequeña Gigante nos ha salvado.
Yo quería haberla seguido, haberla despertado y recorrer con ella esos lugares maravillosos. El barrio Lastarria, que alberga los mejores cafés y museos de la ciudad, el Parque Forestal, el Bellas Artes, espacios atiborrados de recuerdos, amenazados por el rinoceronte condenado, redimidos ahora por la Pequeña Gigante. Quería caminar con ella, gritar como niño, saludarla, mostrarle dónde está el rinoceronte, aunque yo no tenga idea, pero así somos los chilenos, grupientos, así al menos nos describe el Routard (guía turística francesa), como mentirosillos y un poco arrogantes, siempre dispuestos a negar que no sabemos, consejo: no le pregunte nada a les chiliens, porque lo pueden mandar a uno a cualquier parte, confíe sólo en su mapa. ¡Pero cómo le haríamos eso a la Pequeña Gigante! ¡No poh! Non, non et non. Pero la vi ahora que ya todo está a salvo, cuando vino a despedirse a La Moneda ante la multitud boquiabierta.
El adiós frente al Palacio
Y pensar que esta misma ciudad fue destruida dos veces un día 11 de septiembre (macabras coincidencias), claro, en 1541 bajo las órdenes del cacique Michimalonco, y en 1973 bajo las órdenes del comandante en jefe Augusto Pinochet. Ignoro qué se destruyó en 1541, pero en 1973 fue ese sobrio palacio allá al frente, y aún quedan indicios y huellas de disparos en los edificios del barrio cívico, así somos los chilenos cuando se nos sale el indio. Jean-Luc Courcoult dice que él es bretón y, por tanto, cabeza dura y tozudo. Cómo no se iba a sentir a gusto en Chile si acá actuamos por la razón o la fuerza. Mi casa es su casa, Monsieur Courcoult.
La heroína de Santiago de Chile nos mira por última vez, los liliputienses le quitan el armazón, ella se sienta sobre un bus, y se despide. Aplausos. Con su encanto y persuasión pudo evitar la destrucción de nuestra ciudad, ni por la razón ni por la fuerza, sino con encanto. Se va, pestañea, respira, y me mira. Sí, me vio. O al menos eso cree cada uno de los boquiabiertos santiaguinos, la seguimos aplaudiendo para agradecerle que, por un día, todos fuimos niños, nos llenó de magia nuestra ciudad, y nos ha puesto a la altura de las grandes capitales del planeta. Jean-Luc Courcoult nos pide que volvamos a casa y nos agradece nuestra asistencia.
Nos marchamos sin rumbo, desorden de gentes, ajetreo. Caminamos por la calle desparramados, libres, así sin más, sin metro, sin autos, sin Transantiago, libres. Escucho a uno detrás que al ver la multitud esparcida por la calle dice: y hasta que se abrieron las grandes Alamedas…
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