miércoles, 11 de septiembre de 2013

¿Nunca más?

Conmemoramos el cuadragésimo aniversario del colapso de nuestra vida democrática con más preguntas que lecciones aprendidas

En 1856, un rico intelectual ruso decidió entregar las tierras heredadas de su familia a los siervos (campesinos) que las habitaban. Este hombre estaba absolutamente asqueado de ver que su país continuaba sumido en el tenebroso orden medieval, el feudalismo, una forma extrema de institucionalidad extractiva en que unos pocos terratenientes, los señores feudales, forzaban a los campesinos a trabajar las tierras como forma de pago por el derecho a habitarlas, lo que constituye una suerte de rentismo. Europa occidental ya había abandonado esta variante de la esclavitud, pero Rusia no. Nuestro intelectual ruso no es otro sino el mítico novelista León Tolstoi, autor de Ana Karenina entre otras obras cumbre de la literatura universal. Fundó además escuelas donde educaba a los campesinos en los principios libertarios y anarquistas, inspirados de Henry David Thoreau, un pensador anarquista norteamericano.

Un hecho exógeno pondría fin al feudalismo europeo. En el siglo 14, la peste bubónica, traída por las ratas de los barcos que comerciaban con el Lejano Oriente, causó la muerte de más de la mitad de los europeos. Los feudos quedaron sin señores feudales, incluso sin campesinos. Los sobrevivientes no sólo abandonarían la fe cristiana, sino que comenzarían a apoderarse de tierras lo que a la larga abriría paso a un extraordinario fortalecimiento de los derechos de propiedad por parte de los más pobres. 

Pero esto ocurría en Occidente. En Rusia, el orden medieval continuaría en su forma más oscura hasta que una ideología radical, forjada en la Inglaterra de la Revolución Industrial por un pensador llamado Karl Marx, incendiara las mentes de los rusos. En 1917, la Revolución Bolchevique, inspirada en parte por la Revolución Francesa, hizo mundialmente famoso el nombre de Vladimir Lenin. La ideología que surgiría de estos hechos se conocería como marxismo-leninismo, que tendría enormes consecuencias, como sabemos, en Chile.

Moscú era conocida como "la ciudad de las mil catedrales". Tal era la influencia de la iglesia cristiana ortodoja, en comunión con el opresivo régimen monárquico zarista. Los bolcheviques transformarían por completo este oprimido y pobre país. Los campesinos, postergados desde tiempos inmemoriales verían por fin la oportunidad de salir de la miseria. Tal era el descalabro espiritual de la pobreza que cuando Tolstoi les ofreció sus tierras, los campesinos las rechazaron pensando que era una broma o un fraude (famosamente, Tolstoi diría "¡por qué, pero por qué la gente no quiere ser libre!"). 

Rusia expandiría su influencia y formaría un imperio llamado Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, que deslumbró al mundo por sus avances científicos, sus logros educacionales y sociales, tanto así que cuando el capitalismo colapsó por completo en 1929, el mundo vió en los soviéticos un paradigma válido. Lincoln Steffens, un periodista norteamericano, viajó a la URSS para comprender cómo funcionaba, y a su regreso diría a los norteamericanos su famosa frase: "He visto el futuro, y funciona". Al socialismo soviético sucumbiría prácticamente toda la clase intelectual de occidente. La irrupción del nazismo, luego del colapso económico de 1929, vería su fin gracias en gran parte al Ejército Rojo, que detuvo el avance de Hitler, dándose un prestigio legendario. El socialismo soviético podrá hoy parecer un chiste (todos sabemos cómo terminó la URSS), pero por décadas, intelectuales y campesinos desposeídos vieron en los revolucionarios rusos su única alternativa válida, funcional y legítima.

En Chile y en América latina en general tenemos una enorme deuda con los pobres. Las guerrillas marxistas en Colombia (las FARC), los sandinistas en Nicaragua, incluso la revuelta que puso fin al gobierno de Lugo en Paraguay, todas tienen su origen en la miseria extrema de campesinos que jamás han sido dueños de tierras. Sin nada en qué trabajar, los "inquilinos", forzados a una esclavitud feudal y servil a los terratenientes, han encontrado en el marxismo-leninismo una luz de esperanza.

En Chile se intentó mejorar esta forma de institucionalidad extractiva bajo varios gobiernos, si bien en los 60, durante el mandato de Eduardo Frei, se dio un paso enorme con la "revolución en libertad" y la reforma agraria, que pretendía convertir a los campesinos en propietarios. 

Pero esto no fue suficiente. Sorda ante las demandas, ciega ante las desigualdades asquerosas, incólume ante la necesidad de ilustrar a las masas, insensible ante la pobreza de sus compatriotas, la elite chilena fue incapaz de apaciguar el descontento con una solución sólida. En un estilo muy à la chilienne, nosotros, sí, ¡nosotros!, los chilenos, pretendimos una solución radical en 1970, una revolución marxista-leninista, pero no agitando las masas ni mediante una revuelta popular sino a través de una alternativa pacífica y democrática: la vía chilena al socialismo. Sería una "revolución con empanadas y vino tinto". Estaría a cargo no de un sexy guerrillero, ni de un barbudo, sino de un revolucionario chic, Salvador Allende, un político mainstream y moderado, que se propuso lograr lo imposible.

EEUU no permitiría que su enemigo declarado, ya con misiles nucleares instalados en Cuba, ahora se impusiese democráticamente en el confín de su patio trasero. "Make the economy scream", fue el plan de Richard Nixon para desestabilizar Chile. Y vaya que la economía gritó. Añadamos los errores monumentales del gobierno de Allende, con la complicidad de la derecha conservadora, feudal y terrateniente (votar a favor de la expropiación del cobre, apoyar el paro de camioneros, etc), nuestra forma democrática y civilizada de sacar a los analfabetos y los desposeídos de su condición culminaría con nuestra institucionalidad hecha añicos, La Moneda incendiada, el presidente elegido suicidándose luego de un conmovedor discurso radial. El epílogo: una dictadura sangrienta inédita en nuestro país.

Hoy, 11 de septiembre de 2013, a 40 años del colapso de nuestra larga democracia, el Congreso Chileno se compromete al diálogo y a no repetir los errores del pasado. El Ejército de Chile, institución fundacional de nuestra república, también dijo "nunca más" hace algún tiempo.

No obstante, cabe preguntarse si hemos logrado dar respuestas a las demandas de los más pobres. Hoy, los estudiantes demandan no terminar sus estudios con deudas monumentales, cuyo pago de intereses a los bancos es equivalente al trabajo de los siervos en la Edad Media. Hoy, me pregunto si los pobres siguen haciendo una rifa para pagar la operación del hijo de la vecina, mientras otros se regodean en sus privilegios. Me pregunto si después de una vida de trabajo, los pobres reciben una miseria de pensión mientras los dueños del dinero se echan al bolsillo ganancias astronómicas. Me pregunto si los pobres son educados para obedecer, y no para crear. Me pregunto si los derechos de propiedad sólo son respetados cuando afectan a los dueños del país.

Me pregunto estas cosas, y me pregunto si realmente podemos decir "nunca más". 

2 comentarios:

Flo dijo...

¡Excelente columna! Lo mejor que he leído acerca del tema en mucho tiempo estimadísimo.

Saludos

Flo

Chile Liberal dijo...

Flo, cómo estás? Gracias por comentar, te echaba de menos.

Dónde está tu blog ahora, dónde podemos leerte?